Levanto la
cabeza y giro hacia mi izquierda para descansar la vista. Fuerzo para mirar a
través de la ventana lo más lejos posible, como me dijeron, y creo distinguir
un pájaro alzando el vuelo desde el tejado de una casa adosada. Al poco me
despista el sensual ondeo de los cipreses que pueblan el campus. Hoy el día no
sabe qué hacerse con tanta luz.
La sala está callada,
en general los viernes es así porque los estudiantes siguen saliendo los
jueves. Pero aquí estamos: la que se sienta en la tercera cajonera, el petiso serio, la que llega la primera y
se coloca en el centro de la hilera, el calvo joven, la que se maquilla mucho,
que hoy he descubierto que está embarazada, y yo. Movidos por la rutina y el
silencio vamos irremediablemente gestando una relación no verbal que no sé si
algún día mancillaremos con palabras.
Me incorporo despacito como si hubiera alguien dormido. Agarro monedas, el teléfono y salgo
a por un café de la máquina. Atravieso un ecosistema habitado por estanterías y
gente inclinada sobre apuntes, libros y pantallas. Ya me muevo con soltura en este
hábitat y el vigilante de bigote me sonríe, -¿Vamos a hacer el descanso?-. -Un
poquito, sí-, le respondo mientras trato de abrir la puerta sin verter el
vasito, que empieza a abrasarme los dedos.
Busco un banco
retirado. Le da el sol y está a una distancia suficiente como para alejarme del
trasiego del cambio de clases y acercarme al campo, extendido al otro lado del
puente del AVE. No me apetece pasear bajo los árboles rosas, hoy me siento,
respiro y me bebo a sorbos este sucedáneo de café.
Como siempre que
en este nuevo tiempo me paro, un sentimiento de incredulidad hacia mí misma me
asalta, y como si no me creyera lo que estoy haciendo, me sondeo. ¿De verdad sigues queriendo hacer esto?
La respuesta no es automática, sólo trato de escudriñar conscientemente mi
inconsciente, si es que éso puede hacerse, para ver si guardo algún ímpetu
acallado. Nada. ¿Y de verdad no te
apetece viajar, explorar otros vientos? Nada. Aún sabiendo lo que te espera, ¿continúas? Nada, otra vez. Sólo el
café, la luz y el amarillo claro de los enormes edificios de la universidad.
Entonces me
acuerdo de mi abuela, y de que en los veranos del pueblo las vecinas del barrio
hacían corrillo en la esquina al caer el día. Yo no debía tener más de cuatro
años cuando desde su regazo asistía como espectadora silente al parloteo de las
mujeres. A las carcajadas que irrumpían en sus bocas desdentadas tras los
comentarios mordaces de la que me sostenía, aunque por aquel entonces no
alcanzara a comprender del todo el motivo de esas risas ni el significado de la
palabra mordaz. Cuando crecí y algunas de ellas ya no se sentaban en la
esquina, las otras siempre me recordaban esa característica mía de quedarme las
horas muertas con ellas en el corrillo, tan pequeña.
En esencia
parece que no he cambiado nada y sigo con esa facilidad de hacerme sedentaria
en los lugares por los que paso. No hay lar que hoy me seduzca más que quedarme
aquí quieta, aunque ya no me sostenga el regazo blando de mi abuela.
Pero al mismo
tiempo me maravillo con la impermanencia de mis pareceres; de cómo lo tenido
por dogma resultara de la misma consistencia que una oblea. Las carreras de
otro tiempo se han transformado en los últimos meses en una caminata de
astronauta sobre la luna. Desde mi escafandra me ha llegado amortiguado el
sonido del derrumbamiento de realidades que parecían perpetuas.
Me pongo de pie
y tiro el vaso vacío. Toca volver a estudiar. Desando el camino que me trajo
hasta el banco y paso de nuevo por las salas en las que hace veinte años, como
estos chicos, yo también me sumergía entre apuntes y libros. Parece que nada ha
cambiado, pero todo es diferente.
Lo único impermanente
es el propio cambio.