viernes, 27 de enero de 2017

Vuelo rasante por un pasado no tan remoto

Me invitas a que mire por la ventana y te cuente lo que veo. Seré objetiva: a mi izquierda hay una persiana bajada tras el cristal. Casi siempre escribo de noche. Un bajo de noche con la persiana subida es lo más parecido a un escaparate, y a mí me puede el pudor. Pero mira, este simple gesto me ha servido para darme cuenta que estoy calcando una escena en la que también me sentaba, como ahora, bajo las faldas de una mesa camilla y me giraba hacia la izquierda para mirar por la ventana, pero entonces estudiaba y la mesa ocupaba una esquina de mi cuarto en casa de mis padres. De todas, mi habitación es la que más me gusta de la casa y no porque sea mía, sino por su luz y sobre todo, por la terraza. Todavía hoy, cada vez que voy, me encanta sentarme allí y secarme en pelo al sol.
Hacia mi terraza, las casas aledañas descubren las entrañas de sus patios. Desde ella, he sido la cirujana que explora sus resquicios. Vista generosa, ningún edificio se la nubla y quedan enteros para mí los contornos de la sierra. Mi terraza es silencio, estrellas y grillos en verano, tejados helados en invierno, un toldo que rebota con las ventiscas. El invernadero de mi madre.
Pero también fue melancolía. Cuando en aquellos años me cansaba de estudiar miraba por la ventana y me quedaba absorta mascando el paso del tiempo marcado por mis Eneros, mis Junios y mis Septiembres. A mis ojos, la vida pasaba y allí permanecíamos estáticos los tejados, los patios traseros, la sierra y yo. Sólo demostraba movimiento la llegada cada primavera de los aguiluchos* que anidaban en los tejados rotos de las casas viejas. Acudían siempre puntuales, siempre por sorpresa. Los encontraba de repente justo antes de los exámenes de verano. Entre ecuaciones descubría las grietas donde asomaban sus cabezas los polluelos nuevos, primero tímidamente y después con mucha más algarabía compitiendo por ser destinatarios de la carga que acarreaba su madre en el pico. Encontrar por fin la resolución de uno de mis problemas no era tan emocionante como ser testigo de sus primeras tentativas de vuelo.
Me preguntaba cómo sería mi terraza, la sierra o los patios desde su punto de vista. ¿Y de dónde vendrían? Apoyada en la baranda les imaginaba un origen más exótico, África quizá, que el del pueblo en donde ahora criaban, y era para mí un misterio mucho más complejo que el de la estructura atómica el mecanismo por el que cada año regresaban a esas mismas tejas… La cuestión se me planteaba irresoluble bajo la hipótesis de que los polluelos de hoy fueran los adultos que regresarían la próxima primavera.
Tras el descanso volvía a la silla y repasaba un poco los apuntes para ver dónde me había quedado. La noche se echaba sobre aquella ventana que, por ser alta, no era escaparate. La sierra se vestía de azul oscuro bajo la luz de las lunas de Junio, mientras que los aguiluchos desaparecían lentamente entre los tejados. En Septiembre ya no estaban. Tan discretos como a su llegada, partían sin avisar cuando el vuelo de las crías ya no era tan torpe y de repente un día ya no los encontraba practicando giros sin batir las alas a la altura de la terraza. Coincidía con los primeros frios. Entonces, mis descansos ya no eran tan largos y los tímidos vientos del nuevo otoño me devolvían pronto bajo las faldas de la mesa camilla. Desde allí, los días cada vez más cortos me recordaban que aún quedaban meses para que volvieran a traerme noticias de África.
Esto también pasa en mi terraza
                                                                     
Postdata: De lo de tener una mesa camilla en pleno siglo XXI ya, si quieres, lo hablamos otro día.

(*) Para mí son aguiluchos. Vete tú a saber cuál es su verdadero nombre común.


Con la venia del Laboratorio Clandestino de Un Cuarto Propio.

jueves, 19 de enero de 2017

Una cama de más, dos camas de menos

Anisha despierta sabiendo que hoy es un día especial. Es temprano y sus hijos, compañeros de cama, duermen todavía. Pocos días buenos ha habido desde que el terremoto se entrometiera en las grietas de su casa hasta derrumbarla. Ahí comenzó el periplo que finalmente les llevó hasta la pequeña habitación que ahora es su hogar. Toca la frente sudada de Rajiv y se le eriza la piel cuando piensa en lo cerca que estuvo de perderlo. A su lado, el sueño plácido dirige el movimiento de la respiración de Sunita. Suerte que la niña mantuvo el contacto con la española. Quién les hubiera dicho que aquel encuentro casual, -unos turistas que paran a beber agua en casa de los abuelos-, sería hoy su gran esperanza...  Pero no hay tiempo que perder y Anisha abandona sus pensamientos. Es hora de levantar a los niños, adecentar la habitación y transformar en sofá su cama triple.
Ha llegado el día. Elena no termina de creerse que esté nuevamente en Nepal. Varios meses y un temblor de tierra separan la primera aventura caminando por tierras del Himalaya del sendero incierto que ahora transitan. Casi todo es diferente desde la primera vez y debe acostumbrarse cada día a la confusión del idioma, a la cultura y a los ojos con los que ahora la mira Pablo. Si no hubiera sido por el temblor todo habría acabado en el aeropuerto a la vuelta del primer viaje; si la tierra no hubiera temblado nadie les habría empujado a golpe de donación a reparar las fisuras que se abrieron entre sus conocidos nepalíes. Pero la tierra tembló fuerte, muy fuerte… Las primeras luces del amanecer se cuelan en la habitación triple que comparten dejándole ver la silueta de Pablo dormido. Elena suspira mirando la cama vacía que les separa. Ni siquiera un terremoto provoca abismos semejantes.
El cuarto ya está listo. Los niños siguen en la escuela, vendrán un poco después de que lleguen los forasteros. Llueve. Anisha sale al huerto presurosa para recolectar las verduras con las que hoy comerán todos, la dueña de la casa se lo permite a cambio de que le ayude a mantenerlo. Si hoy todo sale como espera, pronto tendrán una casa con huerto para ellos solos y quién sabe si su marido ya no tendrá que trabajar tan lejos para poder pagar el colegio y el alquiler. Con las verduras bajo el brazo vuelve rápido hasta la habitación. Se sacude el agua, se arrodilla y alcanza la cacerola y el hornillo de debajo de la cama para preparar el dhalbat.
No para de llover. Un taxi desvencijado les lleva hasta la dirección que Sunita le envió. Pablo va delante entendiéndose a duras penas con el conductor; Elena, atrás, mastica su impotencia. El muestrario de realidades diversas que han ido encontrando desde que aterrizaron sólo le ha dejado preguntas: en la tierra de la necesidad, ¿quién es quien más lo necesita?, ¿cuál es la verdadera ayuda? Después de visitar el campo de refugiados esa impotencia es un peso extra sobre su mochila… Mientras la carrera de gotas apenas le deja intuir los arrozales tras la ventana, se arrepiente de haber dado falsas esperanzas a la niña, pero aquellos días ella también corría, compitiendo con su anhelo por volver a llamar a la puerta del corazón de Pablo… No sabe qué pasará hoy en la visita pero será crucial para decidir qué hacer con las donaciones.
Es de noche y a Anisha le resulta imposible que Sunita se tranquilice. La niña está excitadísima con los regalos que les ha traído Elena. -¿Nos vamos a comprar una casa nueva, mamá?-. Ella suspira, -no lo sé, hija-. La española estaba mucho más delgada y aunque vengan de mundos distintos, aunque le resultaran incomprensibles los sonidos que emitían entre ellos, hay un lenguaje universal con el que es fácil adivinar la duda, el disimulo, el desamor o la tristeza. Es tarde y mañana los niños tienen que volver a la escuela. Anisha retira el mantel con el que hoy han cubierto su cama. Es hora de dormir.
Apenas han hablado desde que el taxi les dejó en la puerta del hostal. Elena repasa una y otra vez la alegría en los ojos de Sunita cuando se encontraron, la mirada reprobatoria de Pablo cuando le dio los collares; también los silencios de Anisha mientras comían, y su propia angustia cuando discutían si dejarles al menos lo necesario para comprar unos ladrillos. –Elena, esta familia tiene un techo donde dormir y pueden permitirse llevar a los niños al colegio, nada que ver con los refugiados o con la gente atrapada en las montañas-. Y era verdad pero se pregunta sin consuelo quién es ella para repartir justicia y oportunidades. Mientras se coloca el pijama se topa de nuevo con la cama que les sobra y no acierta a adivinar por qué le ha tocado vivir en la cara amable del planeta.
Namasté: Tú estás en mí

En Un Cuarto Propio nos propusieron escribir un relato que girara en torno a la cama. Busqué entre mis camas conocidas y enseguida me asaltó la de una familia nepalí a la que no pudimos (o decidimos) no ayudar. De ahí surge esta semi-ficción que va dedicada a ellos, aunque no lo lean nunca. Es mi manera de homenajearles tanto tiempo después.