jueves, 16 de junio de 2016

Vivir (I)

Me despierto cuando entra la luz a través de las cañas con que está construida mi cabaña y como aún queda un buen rato para la hora de la meditación, decido que me voy a caminar. Así que me cambio mínimamente pues cuando viajo en este plan hago apenas distinción entre la ropa con la que duermo y con la que salgo… y me gusta.
Me muevo con sigilo, en el resto de las habitaciones de la cabaña la gente duerme, y salgo al exterior procurando no descargar del todo mi peso sobre la grava. No quiero que la mañana se asuste. Al llegar al lavabo el espejo me devuelve una cara sonriente y salvaje, quizá ayuda que mi pelo se vuelve rebelde cuando me acerco a playa alguna. El chorro de agua del grifo se une a la explosión latente de ruidos que trae consigo el amanecer. Sólo los pájaros y mis pisadas pondrán la banda sonora a mi paseo.
Qué bueno no saber hacia dónde ir. Me dejo llevar por mis piernas que deciden ignorar el desvío que me llevaría al pie del lago salado. Parece que hoy toca ir hasta los acantilados. Un poco más adelante el camino se bifurca y soy guiada hacia el lado de la derecha. Aunque en un principio pensaba que no llegaría muy lejos, me sorprende que no sea así y que finalmente haya encontrado el sendero por el que puedo bordear completamente el lago. Desemboco en un lugar en el que los acantilados no son más que playa rocosa. Me siento un rato, agradecida porque no pase nada, y contemplo la avidez de las pequeñas olas que como buitres carroñeros muerden incansables la base de una roca. Cuando levanto la vista me cuesta creer que este mar sea al mismo tiempo escenario de vida y motor de destrucción pero eso me pasa por seguir sosteniendo interpretaciones que asocian bondad con creación y maldad con destrucción. Qué sabré yo de mecanismos universales.
Vuelvo sobre mis pasos persiguiendo con curiosidad las huellas de mis zapatillas de semi-trekking, sintiendo absurda ternura por la que fui hace unos minutos y por su ápice de inexperiencia respecto a quien soy ahora. Poco después llego al punto donde de nuevo mi camino confluye con ese otro que me va acercando a la casa donde vivo por unos días. A pocos metros de la entrada, en la parcela colindante, la vecina octogenaria hoy está arrancando unas malas hierbas. Hace unos días la saludé mientras preparaba un surco con su azada, ayer barría el porche. Me pregunto qué pensará esta mujer cuando llegue la noche, si se lamentará por una vida atada al ingrato trabajo del campo o si por el contrario vivirá su quehacer con alegría… Si, a fuerza de escuchar día tras día el susurro de la tierra que labra, hace tiempo que comprendió todos los secretos del universo.
Cuando la pierdo de vista acude a mis pensamientos Paris Hilton en un giro al que mis mecanismos cerebrales ya me tienen acostumbrada. Me contaron que es habitante ocasional de la isla así que el requiebro mental tampoco es tan dramático. Pero no me viene a la cabeza por eso sino como antítesis de la vecina octogenaria pues en su caso, con una vida dedicada a experimentar el catálogo de actividades que el hombre ha dado por llamar placenteras, la imagino torciendo el gesto cada vez que se viera obligada a llevar a cabo labores que supongan algún tipo de esfuerzo, trabajo o incomodidad.
Casi a punto de alcanzar mi destino, infiero de mi ensalada mental que de la misma forma que no hay vida sin muerte ni creación sin destrucción, es importante mantener el equilibrio entre trabajo y ocio, entre dedicación y placer pues la inclinación de nuestras vidas en uno u otro sentido nos puede volver desgraciados o mezquinos.
Al final de mi andadura vuelvo a la imagen de la anciana, ¿se dará también sus pequeños homenajes? ¿Cómo serán? Y mientras la imagino cada noche destinando el rato antes de dormir al visionado de películas de Sarita Montiel, me aplico el ejemplo. Ojalá y yo nunca me olvide de bailar.




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