lunes, 23 de mayo de 2016

Mapa físico, mapa político

- Cádiz, Cádiz, que no me quiten Cádiz-, murmuraba temblorosa tratando de disimular el pánico escénico. Desde mi pupitre, la lista de niños que me precedía se me hacía interminable mientras observaba atenta cómo, con una resolución digna de admirar, se iban levantando según el orden indicado por la señorita e iban cantando provincias antes de señalar su ubicación en el mapa político.
Por cuestiones rocambolescas cursé parte de primaria con los niños justo un año mayores que yo, y el recuerdo de mi primer día en aquel aula llena de extraños lo tengo presente como si fuera hoy. Ellos quizá llevaban ya días manejándose con el mapa pues salían a la pizarra con una seguridad envidiable ante un ejercicio que a mi se me antojaba reto jeroglífico. Así que, para resolver el asunto, eché mano de mi recién estrenada capacidad lectora y de la agudeza visual que Dios me dio para localizar a la altura de mis ojos ese trocito de tierra bautizado como “Cádiz”. Algún otro que también distinguí ya había sido escogido, por eso cuando llegó mi turno y Cádiz seguía intacta canté con fuerza y alivio su nombre y me levanté muy ufana para, con manita temblorosa, enseñárselo a mis nuevos compañeros. Desde entonces nunca he olvidado dónde queda Cádiz.
La presencia del mapa físico o del político sobre la pizarra de la clase era una constante en mis primeros años de escuela. Y yo iba aprendiendo de ambos como si se tratara de dos entes distintos sin más puntos en común que la silueta de aquella cabeza de mujer con cara portuguesa. Mi preferido era el mapa político por la posibilidad de pintar de colores diferentes las distintas comunidades autónomas. En mi inocencia, la importancia de cada región radicaba en su tamaño por eso me sentía especialmente orgullosa de que Castilla-La Mancha fuera de las más grandes y que Ciudad Real fuera la tercera, sí, la ter-ce-ra provincia más grande de todas las de España. Con el tiempo me fui dando cuenta de que el otro mapa, aquel en el que venían representados ríos y cordilleras que después había que memorizar, era el que más se ajustaba a lo que la realidad es. Muchos años después caí en la cuenta de cómo unas líneas ficticias y aleatorias colocadas por el capricho del hombre para parir un mapa político separan a los pueblos con mucha más eficacia que la cordillera más alta de cualquier mapa físico. Así que cambié de preferencia.
Si lo pienso un poco, esa tendencia mía a cambiar mis afectos desde lo establecido por convenio a lo natural-esencial se ha convertido en pauta a medida que me voy desarrollando como adulta. Se da el caso, además, que tanto lo establecido como lo natural-esencial siguen conviviendo en el mismo soporte de una forma casi inevitable. Y no sólo me refiero a territorios. Yo misma soy el compendio entre un mapa político y uno físico. En el primer caso, sujeto a convenios inventados por el hombre y atendiendo a mi contexto sociocultural, mi silueta sobre el plano representaría regiones de nombres tales como clase trabajadora, edad productiva, raza blanca, manchega, química... En el otro caso, esa misma silueta pero carente de fronteras daría lugar al mapa de un ser completo y sin limitaciones que vive gracias a la relación con sus semejantes, con otras especies y con, en definitiva, el planeta y el universo que ocupa*. De nuevo, el mapa personal político es más proclive a la separación, segregación, diferenciación, distinción… mientras que el físico, natural o esencial aúna, congrega y nos permite ser testigos de que nuestra presencia encaja perfectamente en el engranaje del propósito universal, cualquiera que éste sea. Queda así justificado que también en este sentido mis afinidades se inclinaran con los años hacia la búsqueda de la parte esencial de mí misma más que a incidir en mis definiciones convencionales-sociales.
Pero ambos aspectos son necesarios mientras vivamos como lo hacemos y mientras que a nivel global se le dé más importancia a nuestra definición según nivel económico, raza, etnia u origen. Creo que, además de ser bueno para saber a quién votar, ser consciente de tal definición y del estrato social que ocupamos en nuestro mapa político nos va a permitir primero relativizar sobre ello y, a continuación, poder dedicarnos a estudiar y desarrollar con tranquilidad nuestro mapa o yo esencial.
Conceptos, ya ves, cuajados de dualidades inseparables y complementarias contenidas en el mío y en el resto de cuerpos humanos. La virtud por todos conocida será encontrar el término medio y sacar buen partido de ambos mapas. Pero ojalá y yo pudiera hallar tal punto medio pues últimamente vivo en el rechazo de lo ficticio de una manera tal que a veces temo que alcanzaré mi plena coherencia el día que sobreviva de los frutos que me ofrezcan las plantas silvestres, del momento en que observe el cielo como mi único techo y de que mi vestimenta sea la que yo misma me proporcione sin intermediarios. Una loca, ya me lo han dicho.
Pero cómo son las cosas... hace pocos días la naturaleza misma me mostró de una forma muy evidente una puerta abierta al término medio, a la convivencia y equidistancia entre lo natural y lo acordado por el hombre. Rumiando mis inclinaciones radicales hacia lo verdadero, paseaba acompañada de mi padre por las inmediaciones del pueblo observando la siembra de cereales que en pocas semanas virará sin remedio hacia el amarillo, convirtiendo así esta tierra en un verdadero secarral. En esos momentos reflexionaba yo acerca del empeño del hombre en hacer suya cualquier parcela y manipularla a su antojo: ¿cómo sería mi tierra sin tanta intervención humana? ¿Estaría también esta llanura cuajada de jaras, tomillo y romero como en el monte?... Y de repente ahí, entre los tallos de avena, una pequeña muestra de la verdad asomaba atrevida en las zonas donde no arraigó grano dando lugar a ramilletes salteados de gramíneas, amapolas y cardos con flor morada en una secuencia casi programada. Un poco más adelante los cardos eran sustituidos en la secuencia por otras flores, moradas también. Amapolas, gramíneas y cardos; flores moradas, gramíneas y amapolas; rojo, amarillo y morado; morado, amarillo y rojo… y entonces, la epifanía. El campo que me vio crecer me estaba mostrando un ejemplo de mi tan buscada confluencia entre los sistemas políticos adoptados por el hombre y lo esencial de la vida; entre el mapa físico y el mapa político de este país. La naturaleza me hablaba y me decía claramente que ¡era republicana! Y yo, a partir de ese momento, ya no sé si me gustan más los mapas físicos o los políticos, pero lo que sí sé es que a la naturaleza siempre hay que tenerla en cuenta.
Y aquí, la prueba

(*) Me lo acabo de inventar.

PD.: Cuando se estaba gestando este escrito, los Reyes que no son ni Melchor ni Gaspar ni Baltasar hicieron una visita a Ciudad Real. Mientras la gente agitaba banderitas rojigualdas a su paso, ¿se percatarían de lo que clamaba el campo unos metros más allá?

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