jueves, 29 de diciembre de 2016

Buenas intenciones

¿Dónde estoy? Una nebulosa me separa de la realidad. Parpadeo. ¿Dónde-coño-estoy? Se intuye una ventana sin cortinas al otro lado de la neblina. Ésta no es mi casa y definitivamente, no es mi dormitorio. Allí la ventana está colocada a los pies de nuestra cama, tapada con unas cortinas que me horrorizan, tejidas por la tía-abuela de Paloma. ¿Dónde está Paloma? Aprieto los ojos y estrujo mi cerebro para ver si destilo algún recuerdo. Paloma maquillándose. Paloma colocándose el abrigo largo. Paloma que me apremia para subir al coche. ¿Adónde me lleva? Lo siguiente, un grito: ¡Antonio!
La ventana deja pasar una tenue luz amarillenta, ¿es de noche? Hago ademán de incorporarme para ver mejor pero, hostias, todo se pone a dar vueltas: la ventana, esta cama, las paredes blancas vacías, Paloma y su abrigo, algarabía de gente que no recuerdo, y el grito: ¡Antonio, Antonio! Joder, tengo ganas de vomitar. Vuelvo la cabeza a la almohada y a estas sábanas tan ásperas. En la universidad aprendí que para atenuar el mareo de la borrachera había que apoyar una mano en el suelo. Voy a intentarlo, necesito que todo se quede quieto. El brazo me pesa toneladas. Hago un esfuerzo sobrehumano para mover la mano pero algo tira de ella. ¿Estoy atado? No puede ser, ¡¿pero dónde estoy?! No puedo gritar porque algo que tengo metido en la boca me lo impide. Me han amordazado y atado, joder. ¿Secuestro? Me acojono. ¿Y si es un sueño? Pero qué coño sueño, Antonio, ¿cuándo has tenido tú un sueño así? A ver, voy a serenarme, voy a tratar de recordar lo que ha pasado… Paloma arreglada, vale. Paloma abriendo nuestro coche, vale; algarabía de gente que no identifico, bien; unos paquetes que van y vienen… ¿qué eran? Fundido en negro, no recuerdo más. ¿Y si en medio de esa extraña multitud alguien me capturó? Los gritos de Paloma llamándome tendrían sentido en ese caso. Pero estas nauseas… ¿Me habrán envenenado?
Para colmo estoy empezando a sentir que me escuece el pene. No tengo bastante con la angustia y con sentir el cuerpo como una roca… Trato de tocármelo pero no puedo, claro, había olvidado que también estoy atado. Un momento, ¿no me habrán violado, los cabrones? Violado, atado, amordazado, envenenado. Pero ¿quién habrá querido hacerlo? Si sólo soy un funcionario que cobra tributos, coño! ¿Y si le han pedido rescate a Paloma? Me matarán, estoy seguro. No tenemos ahorros, joder. Me dejarán morir en esta extraña habitación, atado, indefenso y sin poder tocarme la polla.
A punto de la desesperación noto algo raro en la habitación, al otro lado de la cama. Movimiento, roce de tela. Parece que arrastra una silla. ¿Alguien se incorpora? No me quiero mover mucho, a ver si me van a dar el tiro de gracia. Pero por otro lado, quiero ver la cara de mis captores. Soy consciente de mis limitaciones pero tengo que intentarlo aunque sea lo último que haga en la vida. Por Paloma. Por mí. Tomo todo el aire que puedo aunque me lo dificulta mucho la mordaza, trato de recordar qué músculos necesito para darme la vuelta, me sale un gemido, comienzo a rodar, ¡lo estoy consiguiendo!... Pero de repente, algo sobre mi hombro me frena, - Señor Gómez, no se mueva por favor, tiene muy tenso el respirador y podrían soltarse la sonda y la vía. Quédese quieto, llamaré a sus familiares-. Unos pasos suaves se alejan, oigo un chirrido de goznes a mis espaldas. ¿Qué ha dicho?, ¿sonda?, ¿vía? No me jodas, que estoy en el hospital… Súbitamente la puerta vuelve a abrirse, murmullos, ruido de tacones apresurados, es Paloma, reconocería sus pasos hasta en la luna. Entre el rumor que se acerca se alza una voz: -Cuñado, menos mal. Vaya Nochebuena que nos has dado, joder. No tenía ni idea que eras alérgico al anisakis. Se va a tragar Paco la cesta de mariscos que me vendió, con lazo y todo… Puto Paco. Puto amigo invisible-.

Este escrito es el resultado de un nuevo ejercicio propuesto por Un Cuarto Propio en su Laboratorio Clandestino. 
La foto es de aquí: https://es.pinterest.com/pin/141019032061913276/

domingo, 25 de diciembre de 2016

Algo tan obvio como quererte

Me resulta difícil escribirte. No lo digo en sentido figurado ni como recurso literario, me avalan todas las cartas que han muerto entre las hojas de viejos cuadernos y la docena de borradores que he desechado ya de este texto. Y algo me dice que escriba lo que escriba ninguna de las dos quedará satisfecha: que no tendrás de mí las palabras que tú quieres y que no habré conseguido yo de mi maraña de emociones extraer el te quiero rotundo que busco y mereces.
Pero me he empeñado. Llevo empeñándome meses con la intención de regalártelo por tu cumpleaños, aunque muchas semanas hayan pasado ya de tu día y mis dedos no dejen de avanzar dudosos sobre el teclado.
Y es que podría escribirte una carta diferente cada vez. En todo este tiempo me he dado cuenta que contigo tengo cien pareceres, cien sentimientos, cien narradoras dentro. A veces el reproche te escribe un párrafo, otras soy la niña que espera que aún le apartes del camino las ramas caídas; en ocasiones soy tu madre y te reprendo; tu consejera y me atrevo a insinuarte soluciones y deberías. Mi amor por ti depende de mi ánimo, de tu ánimo y de la última conversación; de tu prisa, de mi pausa, de nuestra exigencia… qué volátil soy contigo. Como si aún me alimentara el cordón umbilical que nos mantuvo unidas, sigo reaccionando en automático a tus estímulos. Yo que en la intimidad alardeo de vista periférica, contigo no sé qué es el amor porque el tuyo todo lo inunda. Amor que desborda… y boqueo a tu lado tratando de no ahogarme en este océano que emanas para distinguir mi amor por ti y sentirlo puro como tú lo sientes, pero no me sale. Me porto con tu amor como una niña caprichosa hastiada de juguetes.
Tan sabia a veces, tan ingenua otras, tan verdadera siempre. Eres la ecuación que no resuelvo, fuente inagotable de enseñanzas. Cuento los años en los surcos de tu cara, presencio tu vida como un transcurrir de eras, aprendo de ti lo que el tiempo significa. ¿Recuerdas que te dije que este verano visité mis primeros instantes de vida? No te lo conté todo. En el fundido en blanco de mi recuerdo, no me preguntes por qué, ya sabía que eras tú quien me acunaba y reconocía en tu voz el canal de amor que me alimentaría de por vida. Pero me desgarraba al mismo tiempo la orden de alejamiento impresa en mis genes, el albor del sentimiento que me une y me separa de ti. Mi empresa cada día es mantenerlo a raya y poder alzar el vuelo sin soltarme del todo. Sin hacernos daño.
Como el artista ante su obra, ladeo mi cabeza frente a nosotras tratando a averiguar qué clase de madre e hija somos. Tú te empeñas en buscar la niña que fui y pataleas como niña cuando no la encuentras; yo insisto en encontrar la madre confidente que siempre me dé la razón; tú procuras ser fiel a tu ideal de madre, yo no dejo de indagar en quién soy; vas señalizando el camino un metro justo delante de mis pies, yo no hago otra cosa que asomarme a los senderos paralelos… - Qué aburrido sería si fuéramos iguales-, te dije en broma. - O no-, me respondiste justo antes de colgar.
Pero en el roce de nuestro engranaje, sospecho que ya nos entendemos. Y que no hay unión más poderosa que nuestra voluntad por reconocernos a cada instante. Por eso hace tiempo que no nos pedimos tanto y que seguimos perfeccionando ese lenguaje tan tuyo y mío con el que cada día nos decimos te quiero.

lunes, 19 de diciembre de 2016

La mala hierba

-¡Laura! ¿Eres tú?
-¡Hola Marta! Qué sorpresa.
-No te conocía con ese corte de pelo. ¿Qué haces por aquí? Te creía en Cádiz.
-Y allí sigo pero aprovechando las navidades he venido a poner otra reclamación a Unión Fenosa. ¿Te lo puedes creer? Un año después y siguen cobrándome la factura de la luz. Los nuevos inquilinos deben estar tan contentos.
-Oye, ¡pero qué alegría me da verte! ¿Tienes prisa? Podríamos seguir hablando con una cerveza delante. No hace falta ni que nos movamos de calle, entremos aquí mismo en el Yantar.
-De acuerdo, me encantaba este bar. Venía a tomar café, cañas, a cenar, a comer… Ya me conoces, cuando me da por algo no paro hasta que me harto.
-Sí, y además parece que hay sitio.
-Qué recuerdos, tienen la misma decoración y han aumentado los días de menú vegetariano, qué bien, Ciudad Real se sigue modernizando… Uy, espera Marta, no sigas, los de la mesa del fondo son mis antiguos compañeros de trabajo y la verdad es que no me apetece mucho saludarlos ahora.
-Vale, si quieres nos vamos a otro sitio.
-No, no importa, aquí se está bien pero no vayamos más adentro. Es que no tengo ganas de aparentar una alegría que no siento.
-Pero ¿qué te pasó?, ¿tan mal estabas allí?
-No tan mal, pero mi despacho terminaba siendo el confesionario de la mayoría y estaba ya cansada de la falsedad de todos.
-Qué mal rollo, ¿no?
-Y tanto aunque, déjame ver… No me puedo creer que Charo y Antón estén tan risueños, ¡si casi no podían estar juntos! Siempre me tocaba mediar en sus disputas y míralos ahora.
-Bueno, lo habrán arreglado…
-Y espera, ¿qué me dices de Sonia y Roberto? Parece que ya han superado su crisis. ¡Pero si está embarazada! Hace un año, cuando le dije a mi jefe que ya no podía más, estaban a punto de separarse. De hecho Roberto no paraba de tontear conmigo y se buscaba cualquier excusa para entrar en mi despacho.
-¿Ése fue el Roberto del que me hablabas tanto?
-Si, ése. Al final tuvimos un pequeño affaire después de que Gonzalo y yo lo dejáramos. No me encontraba muy bien en aquella época. Pero no llegó a más, ¿eh? La pena es que Sonia se enteró y se lió muy gorda en la oficina.
-Uf, qué tensión.
-Ni te lo imaginas... Qué extraño me parece verlos ahí. En mis años de trabajo nunca fuimos a comer todos juntos. ¡Si hasta está el jefe! No me había dado cuenta. Antes, las pocas reuniones que hacíamos eran a sus espaldas. Nuestro trato era correcto pero en realidad no nos tragábamos. Aparte de todo el trabajo que ya tenía pretendía que actuara como su intermediaria. Como no me pagó lo que le pedí me dediqué a transmitir sus órdenes a mi manera, ya sabes… Lástima del embrollo que se montó cuando al final se destapó que lo de las subidas de sueldo no era del todo cierto…
-Bueno, olvídalo, eso ya es el pasado. Cuéntame, ¿cómo te va en tu nuevo trabajo?
-Pues la verdad es que muy bien. De nuevo vuelvo a estar al frente de los contratos, pero toco también algo de marketing. Al ser un entorno más creativo estoy más contenta. Una pena que el ambiente entre los compañeros no sea tan bueno como me contaron en la entrevista.

Ni harta de vino me acerco yo a esa gente



Este escrito es el resultado de un nuevo ejercicio propuesto por Un Cuarto Propio en su Laboratorio Clandestino. Tema: El Diálogo.

domingo, 27 de noviembre de 2016

La escritura y yo. Autocarta

Querida Laura,
Un poco raro, esto de escribirte una carta. Aunque, no mientas, lo llevas haciendo tanto tiempo… Desde tu primera escritura original en el diario que te regalaron el día de la comunión de tus hermanos o cuando ese mismo diario, con letra ya diestra, empezó a recibir tus historias de adolescente. Eran simples relatos de tus días cargados con la emoción de las primeras veces; si ahora lo abrieras seguro que se escucharían risitas incontenibles en esas páginas teñidas con el color de nuestro rubor.
La transición a tu otro diario, el que tu hermana no llegó a utilizar, fue más oscura: párrafos en los que comenzaron a aparecer los primeros porqués. No recuerdo si terminaste ese segundo diario, pero sí sé que ya no hubo un tercero. Ya no tenías tanto tiempo y sí mucho que estudiar. Además, lo del diario era algo tan infantil… A nuestra escritura nunca le dimos demasiada importancia pero tampoco en esa época faltaban hojas sueltas que rellenar ni márgenes de apuntes en los que dejar que el bolígrafo trazara curvas con despecho frente a la rigidez de tantas ecuaciones, teoremas y gráficos. Los tiraste todos no hace tanto, solo se salvó la bolsa en la que guardabas las hojas sueltas en donde tu bolígrafo voló, diferenciando, ahora sí, lo que era realmente importante de lo que no.
Las hojas sueltas dieron paso a cuadernos que, destinados a los cursos que apoyaban los primeros compases laborales, terminaban siendo testigos de aquello que sentías, de aquello que atenazaba y frustraba. Encontrar hoy el orden cronológico de tantos escritos ocultos sería tarea propia de arqueólogos.
Poco después te volviste ordenada y la escritura medicinal comenzó a rellenar archivos de word con fecha incrustada. Todavía se trataba de escritura clandestina que atesorabas con celo, centinela de tus desdichas. Inocente o soberbia, decídelo tú, te creías única depositaria de tanta negrura, y había días en los que corrías a casa con el único objetivo de desahogarte sobre el ordenador. Comer, dormir y escribir eran tus funciones vitales.
Un día te descubriste con sorpresa poniendo flores a una de aquellas reflexiones. Al cabo te provocó una risotada la ocurrencia que había salido de tus propias teclas… Lo que antes atenazaba, ahora se transformaba en risa tras traducirse a letras… Y decidiste compartirlo y llamarlo Escritura Curativa. Muchos se sorprendieron de que escribieras, tú misma te excusabas y hasta creías tus propios sonidos al afirmar que llevabas practicando poco tiempo, que eso no era escribir… escribir era una palabra muy seria de la que sólo eran dignos unos cuantos.
Poco tardaste en sentir que tu escritura expuesta se había transformado en tu revolución. Mostrarte te hacía más fuerte a la vez que se llevaba por delante caparazones de supuesta perfección y exigencia. Te sentías a gusto en medio de la vulnerabilidad de juicios que nunca llegaron.
Y así hasta hoy. Ya no niegas la importancia que tienen las palabras para ti. Ni la eternidad que acompaña al momento en que ruedan sin obstáculo desde algún lugar incomprensible hasta la pantalla en la que las vas leyendo. Ahora simplemente escribes porque es inevitable. Porque, haciéndolo, sabes que eres libre.
Me despido ya hasta la próxima historia. No sé si será un cuento, una reflexión u otra carta. En cualquier caso, directa o indirectamente hablaremos de nosotras. La escritura siempre ha sido la vía en la que tú y yo nos encontramos.
Con infinito amor,
Laura

Este escrito es el resultado de un nuevo ejercicio propuesto por Un Cuarto Propio en su Laboratorio Clandestino.

lunes, 21 de noviembre de 2016

La singular destreza de Facundo

Imagino que él habría empezado a hacer sus cábalas mucho antes de que yo ni tan siquiera sospechara, pero para mí la historia comenzó en el momento en que le compré aquellas galletitas de colores que prometían resultados deslumbrantes en el pelaje de mi Facundo. Las coloqué en su comedero, expectante ante la sorpresa que se llevaría cuando volviera de su ruta libre por los tejados vecinos y encontrara el primer cambio de menú en meses, pero me perdí ese momento, entretenida como estaba en labores hogareñas acumuladas. Un rato más tarde, colada bajo el brazo, a la hora en que Facu disfrutaba de su segunda excursión diaria, crucé hacia la terraza por delante del rincón que representaba sus dominios y entonces fui yo la sorprendida al encontrarme las galletitas dispuestas de forma desigual en cinco hileras perfectas. ¿Aquello no se parecía un poco a un ábaco? Poco recordaba del uso de tal chisme pero juraría que la disposición de las galletas daba como resultado… ¡ciento setenta y tres! En un instante pasaron por mi cabeza imágenes de mi misma ataviada en pieles, deslumbrada por cientos de flashes al paso de Don Facundo y mío… - Pero ¿qué estoy pensando?- me dije sacudiendo la cabeza. Aunque no podía negar ni dejar de enorgullecerme del desarrollo de la psicomotricidad fina de mi gato, tampoco aquella destreza prometía réditos del calibre que infería mi imaginación.
Olvidado aquel episodio y viendo que a Facundo le gustó mucho su nueva comida, por no hablar de lo brillante que lucía su lomo, seguí visitando en el súper la estantería de mascotas gourmet, casi el único lujo que nos permitíamos. Pero las rarezas continuaban y, aunque aún no había encontrado el hilo invisible que las unía, no me pasaba desapercibido que a Facundo algunos días le daba por comerse sólo las galletas rojas, otros, las azules, algunas veces sólo dejaba en el cuenco las amarillas o de repente aparecían todas las verdes esparcidas por el suelo de la cocina… hoy sé que aquellas eran sus prácticas con la Teoría de Conjuntos y yo, pobre de mí, me movía en la incertidumbre del conjunto vacío.
Lo más extraño es que nunca le pillaba perpetrando sus peculiares fechorías. Cuando estábamos los dos en casa le miraba de reojo pero su comportamiento siempre me parecía el de un gato basicote: de repente se lavaba sus patitas, o levantaba la cabeza con algún ruido súbito, al cabo se entretenía jugando con una mosca o ronroneaba como una moto vieja cuando recibía su dosis diaria de caricias… un gato de perfil normal, vaya. Pero cada vez que salía, a la vuelta me topaba con el resultado de sus extraños juegos con la comida: a veces las galletas se amontonaban en grupos de diez, de cinco, de siete… otras, aparecían conformando secuencias de progresión ascendente e incluso exponencial. El día en que no entendí el jeroglífico que Facundo había planteado decidí que tenía que desentrañar el misterio así que preparé un plan, nada del otro mundo, por cierto.
Facundo pretendía dormir en su cesto y digo pretendía porque un rato antes le había escuchado caminando por el pasillo. Yo me coloqué el uniforme como de costumbre, abrí la puerta de casa y cerré de golpe sin salir. Me quité los zapatos y, todo lo sigilosamente que pude, me aproximé a la puerta de la cocina. A través del cristal translúcido pude observar la silueta distorsionada de mi gato saliendo de su cesta y acercándose al cacharro de las galletas. Esperé un poco, el corazón latiendo en mis sienes, y abrí con cuidado, muy, muy despacio, rezando para que los goznes no chillaran esta vez. Cuando entré encontré a Facu delante de un montoncito de galletas azules señalándose con la uña de la patita derecha cada una de las almohadillas de la patita izquierda mientras movía la boca como una beata. No podía creerlo, ¡las estaba contando! Al descubrirme paró en seco pero lejos de amedrentarse me miró muy serio sin que le temblaran los bigotes y, desafiante, continuó contando con las zarpas sin romper nuestro contacto visual. Lo más impactante de todo no fue descubrir que Facundo aprendía matemáticas por su cuenta sino el sonido de aquella voz inclasificable y metálica que por primera vez escuchaba salir de su boquita, reprochándome: -¿Qué quieres, Laura? Es que eres un desastre con las cuentas-. No pude rebatirle, pues razón no le faltaba.
Hoy es él quien lleva la contabilidad de la casa.
Y nos va mucho mejor.
Hipotético Facundo a la caza de hipótesis

Este escrito es el resultado de un nuevo ejercicio propuesto por Un Cuarto Propio en su Laboratorio Clandestino.

martes, 11 de octubre de 2016

La foto de La Masa

Siempre me causó extrañeza el resultado de aquella foto que me hizo nuestro padre. Incluso ahora. Una foto que es ejemplo de la diferencia que existe entre lo que se ve desde fuera y lo que se vive desde dentro.
Debía ser otoño, lo digo por mi vestido rojo de punto finito que tanto me gustaba. Y por tus pantalones de pana tan de moda en los ochenta. También por la luz rosada, típica de nuestros Octubres. Aunque puede que ese color sólo venga del revelado de la vieja cámara de papa… Cuando se colocó delante de nosotros y nos invitó a posar, los niños más guapos del mundo nos levantamos del batiente donde estábamos sentados, supongo que jugando o chinchándonos. Tú, decidido, estiraste los brazos, apretaste los puños y soltaste un rugido. Eras La Masa, lo de Hulk llegaría lustros más tarde. Aquellos días La Masa y Diego el Pelusa eran los protagonistas indiscutibles de tus dibujos.
A un lado, me fijaba muy atenta en tu pose, pendiente como siempre de lo que hacías, aprendiendo de tus pasos más experimentados que los míos. Sabías tantas cosas… Pero yo también hacía mis progresos: cada día me salía mejor mi propio dibujo de La Masa y la imitación de vuestros gestos, vuestra forma de hablar, de correr o incluso de dirigiros a nuestros padres ya me iba pareciendo pan comido. Por cierto, ¿dónde estaba Ana el día de esta foto? Es raro que no apareciera porque siempre andábamos juntos los tres, compartiendo aquellas tardes en las que podían transcurrir cien vidas antes de que se pusiera el sol. Vaya pandilla... Os recuerdo siempre enfurruñados, provocándoos quizá para conquistar el territorio que el otro había ganado. Yo observaba desde la segura distancia que da la retaguardia, temerosa porque en cualquier momento se podía producir una explosión, cuidadosa para no activar ninguna mina enterrada. Me gustaban las treguas porque así aprovechaba para jugar con los dos. A veces con uno, a veces con el otro. A veces canicas, a veces muñecas. A veces futbolista o tenista, a veces peluquera o actriz… Lo mejor era cuando jugábamos los tres al escondite por toda la casa, así nos convertíamos en cómplices ante el verdadero enemigo, ellos, nuestros padres. Lo peor era cuando os poníais los dos en mi contra, cuando vuestro enemigo era yo. ¿De qué os reíais aquel día debajo de la mesa? No podía soportarlo, no lo entendía. Y ¿qué podía hacer sin armas ni aliados? Imagino que correr a llorar bajo las faldas de nuestra madre tras haber probado una vez más el gusto amargo del rechazo. Nadie se cree ya que la infancia sea la época más feliz.
- Venga Laura, que ahora te toca a ti- me dijo papa. Era mi turno para la foto. Podría haber elegido una sonrisa, o apoyar la pierna doblada en la pared como también hacían los mayores. Pero en esos pocos pasitos que me separaban del tiro de la cámara decidí demostrarte lo grande que ya era. Así que, tal y como te había visto hacer, estiré mis brazos, apreté los puños y solté un rugido terrible, muy, muy feroz… ¿Ves? No era tan difícil. Tu respeto estaba asegurado.
Pero papa debió haber enfocado mal, o quizá fue que la luz rosada de nuestros otoños aportaba matices extraños a mi personaje porque en esa foto mis garras sólo eran unos pequeños puños hacia arriba, mi cuerpo verde y musculoso iba cubierto con un vestidito rojo y zapatos con hebilla, mi terrorífica mirada sólo era una sonrisa inocente buscando aprobación… Y por ningún lado aparecía la brutalidad de La Masa ni el ímpetu de esa niña de dos o tres años que quería sentirse una igual ante su hermano mayor. 


Este escrito es el resultado de un ejercicio propuesto por Un Cuarto Propio en su Laboratorio de Escritura. Sesión I: La memoria y la Experiencia. No me resisto a ir colgando mis experimentos por aquí.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Mucho más que 5 Ritmos

¿Por qué no bailo, con lo que me gusta?
Una pregunta que más que pregunta, fue detonante. Abrí el ordenador, busqué entre mi música y ahí, en el espacio entre la cama y el armario, bailé. Sin mucha convicción al principio pero lo hice, y a medida que me movía la vida empezaba a circular, temerosa, de nuevo.
En mitad de mi trémula danza me acordé de Helena y de la sesión que pocos años antes había probado de sus Cinco Ritmos. Por aquel entonces únicamente la vaga imagen de una mujer reconocida y la entusiasta recomendación de mi hermana con amigos comunes de por medio, fueron avales suficientes para animarme a asistir a un taller del que sólo conocía su nombre.
La sala era muy grande y caras familiares se mezclaban con extraños. Nos colocamos obedientes en círculo y, en medio, Helena nos explicaba qué era eso de los Cinco Ritmos. Fluido, Staccato, Caos, Lírico y Quietud… Mientras, yo trataba de memorizar las pautas de cada uno por si después había que tenerlas en cuenta para la práctica.
Pero la duda se despejó pronto. Tras unas dinámicas para tomar contacto con la sala, con el resto de participantes y con nosotros mismos, ya no hubo más pauta ni dinámica que la que traía consigo la música. Aun cohibida por la presencia del resto, le abrí paso al Fluido y un sinuoso movimiento se instaló entre mis articulaciones, tímidas todavía. Atraídos por el baile fueron acudiendo, curiosos, los trozos de mí que aún andaban esparcidos por toda la sala: mi pudor, mis dudas e inseguridades… sin saber que al acercarse se diluirían en la fuerza centrípeta de mis giros. Bailando, me iba reconociendo.
Al cabo, subió el tempo y mi cuerpo respondió al Staccato con gestos más definidos, más secos, más lineales. Empezó a incomodarme el estar parada en un mismo lugar y para mi sorpresa me transformé en planeta, girando sobre mí misma y alrededor del universo que acababa de encontrar. Me divertía y de eso se trataba… Pero no había tiempo para pensar y menos cuando una corriente endiablada me atravesó sin permiso, entrando por los pies y transformando mis acompasados contoneos en impulsos casi eléctricos. Toda yo era movimiento incontenible y la sala se había esfumado. Con el Caos dentro no era dueña de mi cuerpo, que me sorprendía con espasmos salvajes como jamás le había visto. Rota mi estructura, era más pura que nunca por eso me abandoné y al abandonarme, me sentí libre.
Giving it (completely) all
Recuperé el aliento y la consciencia de mí gracias a la suave transición hacia el Lírico pero era una yo diferente, más liviana, más viva, flotando dentro de una intimidad que no quería abandonar todavía. Por eso seguí indagando en la extensión de este cuerpo recién descubierto que era el mío. Jugué con su amplitud y con la delicadeza de un compás que se iba ralentizando poco a poco. Entonces mis pies se volvieron raíces y el movimiento, sin irse aún del todo, me mecía suavemente. Tanta vida que se había agitado se instaló sobre mi piel encendiendo cada una de mis células, mientras el balanceo cada vez más sutil me iba invitando a la Quietud, al silencio, al vacío… a mí.
Nunca imaginé que el baile, el juego, seguían estando a mi alcance y que eran la llave maestra para recuperar mi lado más salvaje, más puro y verdadero...
Por eso aquel día danzando tímidamente al lado de mi cama recordé los Cinco Ritmos. Llevaba un tiempo alejada de mi propio sendero. Recuperarlo significaba caminar durante un trecho entre zarzales pero entreví que la diversión, el juego y la risa me ahorrarían unos cuantos rasguños. Busqué a Helena Barquilla y decidí seguirla siempre que pudiera.
Atrás quedaron las zarzas. Bailando encontré un camino justo bajo mis pies.




domingo, 11 de septiembre de 2016

Llegar al escenario

La foto es de este artista

-  Morir es volver-, nos dijo Lee en un momento de su charla sobre medicina china. - ¿Morir es qué?- Preguntó Carlos a mi lado. El estruendo de la lluvia sobre la carpa ahogaba las palabras del coreano. - Morir es volver-, le repetí en voz baja.
Tumbada en el sofá, descansando de una semana inolvidable, paladeo la batería de recuerdos que me asaltan: las clases de teatro, aparcar mi propia importancia y reírme de mí misma; la valentía de mis compañeros al exponerse, tantos ojos en los que me reflejé, bailar sin pautas y sin juicios. Jugar… Pero mi memoria selectiva se ha detenido en las palabras de Lee. Quizá porque me quedó pendiente decirle a Carlos que uno de los poemas del Tao Te King comienza con esta frase: Vivir es llegar y morir es volver*. El apunte no venía al caso.
Al regresar de mis ensoñaciones el silencio de casa no es tan quedo. Miro despacio a un lado, a otro… no hay nada pero yo siento que me observa una inmensa multitud. Acaso la inmensa multitud que ya volvió. La quietud se me antoja ahora plagada de vida potencial aguardando en el patio de butacas de un gran teatro. Y yo, como si aún no me hubiera bajado de las tablas, me siento la protagonista de una trama en la que nadie me ha dado el guión. De repente improvisar ante ellos me vuelve vulnerable. ¿Qué toca ahora? ¿Les estaré defraudando? ¿Debería hacer algo más espectacular para complacerles? No les veo, como si el motivo fueran unos focos imaginarios orientados hacia mi escenario. Pero percibo sus sonrisas alentándome, expectantes ante lo que presencian. Soy una actriz representando esta obra que es mi vida.
Por un momento la idea me parece tan coherente que tengo la certeza de haber descubierto el mayor misterio del universo. Salir a vivir, llegar, sería como atreverse a salir voluntaria en clase de teatro, exponerse y participar en la trama de quienes ya estaban ahí antes que tú. Morir es volver al anonimato del lugar seguro adonde antes aguardaba mi turno; allí adonde ahora ríen y esperan ellos. Desde ahí qué fácil parece resolver cada escena, imaginar cien ingeniosas respuestas diferentes ante un mismo entuerto.
Pero todo cambia cuando estás frente al público. Sobre el escenario, sobre la vida, no hay tiempo para pensar, hay miedo a defraudar, hay inseguridad ante el no gustar. ¿Dónde, dónde está el maldito guión? Desnuda y vulnerable delante de tantos ojos que reflejan tus propios juicios, sin saber lo que se espera de ti, tratas de resguardarte pero ¿adónde? Nadie pasa desapercibido sobre las tablas, tampoco en la vida. Desarmada, intentas imitar a otros que sí te han gustado, pero no te sirve: el público no se emociona y tú te sientes perdida.
Hasta que descubres que no hay mejor resguardo que uno mismo. Que ni sobre el escenario ni sobre la vida tienes que esforzarte en hacer nada. Que no hay nada que demostrar puesto que es evidente que ya estás ahí: en la vida o en el escenario. Nadie te pide nada, sólo escuchar y observar con calma para poder dar las respuestas que sólo pueden darse a través de ti. Sólo así, mediante esa verdad esencial, se consigue transmitir la magia necesaria para lograr que desde el patio de butacas se escuche un fervoroso ¡SÍ, SÍ, SÍ!
Un día nos preguntaron qué haríamos antes de morir. Yo fui una de las pocas que no se expusieron ante el resto; en ese momento no recordaba nada concreto que yo anhelara antes de mi muerte. Hoy tampoco. Pero si vivir es llegar y morir es volver, yo quiero ser consciente cada día de que mi llegada es efímera, y saberme por eso afortunada de estar aquí. Sentir que es ahora y sólo ahora el momento justo para representar este papel que es el mío. No perder de vista que la trama, sea alegre o triste, sólo es la excusa necesaria para dar las respuestas que sólo yo puedo dar. Jugar… jugar todo lo posible para que así, cuando me toque volver, me despoje orgullosa de este traje, ajado por haber vivido intensamente cada uno de los actos. Y volver a sentarme en el patio de butacas satisfecha por haber tenido la osadía de representarme a mí misma.



*POEMA L
Vivir es llegar y morir es volver.
Tres hombres de cada diez caminan hacia la vida.
Tres hombres de cada diez caminan hacia la muerte.
Tres hombres de cada diez mueren en el ansia de vivir.
¿Cómo puede sobrevivir el décimo hombre?
He oído decir que quien sabe cuidarse
Viaja sin temor al rinoceronte,
Ni al tigre,
Y va desarmado al combate.
El rinoceronte no encuentra donde hincarle el cuerno,
Ni el tigre donde clavarle su garra,
Ni el arma donde hundir su filo,
¿Por qué?
Porque en él nada puede morir. 

viernes, 19 de agosto de 2016

Desmontando a Trescatorce. Pi

Hace tiempo que me ronda Pi (en adelante, π).
Todo comenzó aquel día en mi patio, sentada sin hacer nada. Era por la tarde. Miré a mi derecha, al rincón donde amontono la basura que no entra ni en el contenedor de vidrio ni en el de envases ni en el de papel; aquella cuyo único destino es el punto limpio. Y me vino a la cabeza que siempre hay algo inclasificable cuando nos empeñamos en ordenar. ¿Quién no tiene un hueco en la cocina en el que guarda lo que no son cubiertos ni servilletas ni cacerolas ni platos ni vasos? ¿Acaso nadie abre en su ordenador una carpeta “Varios” para almacenar lo que no entra en la de “Música”, “Fotos” o “Escritos”? O cuando tratas de archivar tus libros en una caja cual tetris, ¿no te queda siempre un espacio muerto? ¿Eres incapaz como yo de que el cajón de las bragas quede impoluto, separadas ellas por colores y formas? Por más que nos obcequemos en ordenar siempre quedará algo fuera de toda categoría. Dentro de cualquier pretendido orden siempre hay un espacio para el caos. Pero, ¿por qué surge el caos?, me pregunté…
Y fue entonces cuando irremediablemente pensé en π.
Al día siguiente fui al supermercado que tengo enfrente de casa. La compra me costó 3,14 euros. En la misma semana, un amigo me mandó esto:
 
Y supe que no tenía otra alternativa que hablar de π.
Los efluvios de mi inclasificable basura trajeron a mi mente imágenes de matemáticos de todo el mundo, años ha, buscando una fórmula para calcular la longitud de una circunferencia1,2. Los supuse frustrados tratando de encontrar una ecuación “limpia”, una relación sencillita. En su defecto, cualquier intento de cálculo les llevaba a la aparición de una constante, π, que además no era en absoluto constante. π es una constante infinita. Es la infinita evidencia de que nunca, nunca, podrían obtener la longitud exacta de esa circunferencia perfecta que habían trazado. Podrían obtener muy buenas aproximaciones, claro. Esas aproximaciones eran más que suficientes para diseñar ruedas, reactores nucleares, el contorno de un cohete espacial… por supuesto, pero si su pretensión era calcular exactamente la longitud de la circunferencia… con π habían topado. Y π es mucho π: ahí sigue pariendo decimales, restregándonos en la cara lo alejados que estamos de alcanzar el ideal.
Ay π… π, π, π…
π, como mi indefinible basura, representa lo ingobernable, lo indómito, el propio caos. Pero, insisto, ¿por qué surge π? ¿Qué ha provocado su existencia? ¿Es π lo que está fastidiando a los matemáticos más pulcros? En la ráfaga de pensamientos que emitía mi cerebro al albur de mis desechos, no era π la barrera que separaba a los científicos del conocimiento pleno de la circunferencia ideal sino que lo que estorbaba en esta ecuación era la propia representación de la circunferencia ideal. En el camino del conocimiento, las alarmas en forma de π y otras constantes surgen cuando lo que se pretende conocer, atrapar, clasificar, no existe en la naturaleza. Es sólo una idea, un ideal. No es real. Y la circunferencia perfecta que el hombre dibuja con un compás es eso, sólo un ideal.
Lo que quiero decir es que cualquier acto de simplificación, explicación y clasificación por parte del hombre lleva implícito un error, un fallito, algo que no termina de encajar con la verdad. Y la evidencia de esa maniobra de aproximación que fabrica el hombre o de esa chapucilla, es π en el caso de las circunferencias, es la basura que no se acopla a ningún contenedor, es el año bisiesto que surge para ajustar el despropósito de dividir el giro de la tierra en doce meses. Y la culpa no es del año bisiesto ni de la basura ni de las circunferencias, sino de los modelos en los que el hombre quiere encajonarlo todo.
La naturaleza, lo real, es algo mucho más perfecto por salvaje y por tanto, inasible completamente por el hombre. El planeta Tierra no es redondito por más que así lo pintemos en los mapas; la órbita terrestre no es una elipse ideal, aunque se parece; las ondas en el agua cuando tiras una piedra no se pueden dibujar con un compás; ni siquiera el rayo traza estelas puramente lineales, ni el canto que rueda queda finalmente esferoidal… Y sin embargo son perfectos en tanto que reales.
Pero la cuestión es que al final toda construcción del hombre sigue la misma pauta: generar una simplificación, una idea, un ideal, con el que tratar de explicarse el mundo; encontrar una ecuación que, aproximadamente, englobe el mayor número de casos. Y lo grave es que terminamos adoptando la simplificación como lo real. Ahora me refiero a que el hombre, en su afán, también ha diseñado una vida ideal, una ecuación de vida. Y todos los individuos, habiendo asumido el ideal como real y no como una circunstancia aproximada y aleatoria, terminamos por medirnos y juzgarnos respecto a esa idea. Así, una vez nos dijeron que las medidas ideales para la mujer eran 90-60-90, o que en la vida había que tener amigos-tener estudios-trabajo-pareja-hijos para ser felices y nosotros nos lo creímos, por eso sufrimos cuando nuestras medidas no se ajustan al canon o cuando alguno de los ítems vitales falla… pero ese sufrimiento es sólo nuestra particular manifestación de π. Si en nuestra vida no nos midiéramos según el ideal, segura estoy que el estado más común de los mortales sería la plenitud.
Hagamos caso a nuestra frustración, a nuestra rebeldía, a nuestro caos. Sirvámonos de ellos para poner en duda el modelo de vida en lugar de nuestra propia vida. Siguiendo el camino que marcan los malestares y nuestro caos personal y confiando en que albergamos más verdad que el modelo de vida que perseguimos, quizá nos topemos de bruces con el bienestar que pretendíamos cuando íbamos tras los hitos marcados por ese ideal de vida.
O como decía Luz Casal, si tienes un hondo penar, piensa en π; si tienes ganas de llorar, piensa en π… Piensa en π cuando sufras, cuando llores también piensa en π…




1: Todo el párrafo que sigue es inventado. El escrito en su conjunto está lleno de absurdo y vacío de datos contrastados.
2: Longitud de una circunferencia = 2 · π · radio.
NOTA: A día de hoy la basura (no perecedera, conste) no ha sido transportada aún al punto limpio. Que la rebeldía de π tampoco te lleve a la dejadez.



sábado, 6 de agosto de 2016

Crear el vacío. Escribir nada

Me pregunto qué ocurriría si me olvidara de escribir sobre el hecho de que no escribo. No merece la pena hablar de ello. Es como si hubiera escrito cada día. Como si no hubiera escrito hasta ahora. Me sorprende que piense tanto en ello, pues en mi caso no escribir es lo más parecido a escribir sobre todo aquello que conozco.
H.D. Thoreau a Blake en
Cartas a un buscador de sí mismo

De vez en cuando Silvia nos atemoriza a sus lectores con algún escrito en el que nos confiesa lo difícil que le resulta encontrar algún tema de lo que escribir. Nadie lo diría: su prosa fluye entre los resquicios de lo cotidiano con una facilidad lúbrica. El mismo día Bubo hablaba de algo parecido.
Aunque suene redundante, es así, cuando uno se pone a escribir necesita hablar sobre algo. Estamos acostumbrados a algos, a las cosas, a llenarnos de emociones, a acumular experiencias, a almacenar anécdotas… Parece que sólo le diéramos valor a la suma. En el caso del binomio escritura-lectura ocurre igual: hace falta algo para que nazca un escrito y qué poco nos atraería un escrito que no hablara de nada.
Precisamente me hallaba yo estos días reflexionando sobre eso: ¿cómo hablar de la nada? O mejor dicho, ¿podría expresarse la nada a través de la escritura? El vacío me obsesiona de un tiempo a esta parte y ya es paradójico que la nada me provoque una emoción que llena tanto.
¿De qué forma expresar el vacío? Para qué especular si el Tao Te King habla de ello*:

Treinta radios convergen
En el centro de la rueda,
Pero es su vacío
El que hace útil al carro.
Se moldea la arcilla para hacer la vasija,
Pero de su vacío
Depende el uso de la vasija.
Se abren puertas y ventanas
En los muros de una casa,
Y es el vacío
Lo que permite habitarla.
En el ser centramos nuestro interés,
Pero del no-ser depende la utilidad.
Haciendo caso al sabio, para expresar la nada con la escritura o con cualquier otro medio sólo podemos limitarnos a crear el contexto que la permita.
¿Podría mi escrito expresar la nada si cuento dónde la encuentro? Probemos. Siento que el vacío está en la ausencia de intervención, en el ahorro de estrategias; en un agradecido dejarse llevar; en el no pretender nada para uno mismo –nada más y nada menos que lo que le corresponda legítimamente-. La nada la imagino en el agua que fluye sin descanso, inagotable. Sólo para físicos o químicos: en el estado estacionario (me apetecería hablar de esto algún día aunque pierda un alto porcentaje de lectores y el cariño de parte de mi familia, o toda). También en el imperfecto silencio de las noches de verano. En el oscuro abismo de ese mismo cielo. En el instante siguiente al paso de una estrella fugaz.
Siento que manifiesto nada cuando me alío con el silencio y camino sigilosa en mi propia casa, como si fuera a despertar a alguien aunque sea de día; al adaptarme al hueco que exista y no empeñarme en abrir a codazos para mí un espacio inexistente. Cuando me doy cuenta de mi propio cuerpo, incluso si estoy hablando contigo. Cuando, desafiando el ansia por rellenar mi tiempo, decido parar. Al imprimir deliberada parsimonia a cualquier actividad que desarrollo. En los movimientos intencionadamente lentos, casi quietos, incluidas las caricias.
La nada, tal y como yo la entiendo, es permitir, no querer. No confundir con consentir.
La nada es rebelde, entonces. Anticapitalista, también. La nada se opone al discurrir del ego, que sólo quiere para sí. Se escapa de la sobrevalorada persecución de los sueños, como dice mi amiga Mariana. La nada es orientarse hacia algo, pero no perseguirlo, sólo esperarlo. Es deshacer lo que uno cree que es. Se acerca cuando nos atrevemos a romper nuestra forma. Es potencial, es creatividad latente.
Pero por más que trate de explicármela, sigo sin quedarme satisfecha, ¿ves?: pretender la nada crea un efecto llamada sobre el todo que no la sacia. Eso es lo que significa: si lo quieres todo pon tu empeño en deshacerte de lo que tienes. Coloca la intención en lo contrario de los deseos. Haz el vacío el la pajita para beberte el zumo. Fabrica muros para ubicarte en el espacio que creas. Es delirante.
Volviendo al motivo de mis reflexiones, no es competencia del que escribe o del que crea escribir sobre la nada, sino provocarla y dejar después que todo ocurra. A un nivel práctico, actuar –escribir- con aplastante sinceridad si quieres que llegue algo y si no llega nada, no es el momento. No es buscar, es, como escuché hace poco, convertirse en canal. Dejar que nos desborde lo que pugna por salir a través de nosotros ya seamos escritores, cocineros, saltimbanquis, herreros, amos de nuestra casa…
Y de esta forma, al crear vacíos, creamos y nos vaciamos. El vacío, paradójicamente, lo crea para sí el que crea mientras crea. Y lo gestado en ese vacío, crea en el que recibe lo creado.
Un delirio.
El secarral provoca agradecidos oasis y éstos, aguas que crean tramas


* Poema XI 

domingo, 24 de julio de 2016

Incoherente manifiesto radical

[…]Lo venero porque se abstiene de la acción, y abre su alma con el objetivo de poder ser. En mitad de un mundo de actores bulliciosos y superficiales, es noble hacerse a un lado y decir: “Simplemente quiero ser”. Si pudiese plantarme enseguida sobre la verdad, reduciendo al mínimo mis necesidades, me vería inmediatamente más cerca de la naturaleza, más cerca de mis compañeros… y la vida sería infinitamente más rica. Pero ¡heme aquí!, temblando en la orilla…
Primera carta que Harrison G. O. Blake escribe a H.D. Thoreau en

Hoy me he levantado muy antisistema. Mucho más que cualquier otro día. Aun así, he obedecido al despertador y he acudido puntual a mi cita con la administración pública del estado español. He proferido proclamas anticapitalistas en un suave y civilizado tono y, ya más tranquila, he ofrecido siete horas de mi vida al análisis del agua del río que nos riega… Me mata mi incoherencia. Cada vez hay más distancia entre mis pensamientos y mis actos y, estoy convencida, ésa es la principal fuente de mis tristezas cuando llegan.
Para más inri, a mi anciano coche se le ha roto el ventilador. El hecho, dadas mi manchega latitud y la concurrencia del mes de Julio, se torna terrorífico, lo suficiente como para que flojeen mis soflamas anticapitalistas y me plantee comprarme otro coche, maldita sea. Más leña al fuego para mi incoherencia y para futuros malestares, estoy segura. Al plantear la disyuntiva en el rato del café soy preguntada, precisamente, por mi vía más coherente de actuación. Y en este día en que me siento tan radical, declaro que si yo fuera coherente no sólo no me compraría otro coche sino que lo dejaría todo, viviría en una cueva y allí me dejaría morir como acto de amor hacia la Tierra (esto último, incoherentemente, no lo he dicho).
Y no es porque me haya enamorado perdidamente del pensamiento de Thoreau ni porque siga engullendo despacito sus ensayos, pues me viene de lejos el convencimiento de lo inútil que es para la Tierra la presencia del ser humano en su actual forma de vivir. Si alguna función tuviésemos para la Tierra nuestro modo de vida tendría que estar acoplado a Sus ritmos y principios, para empezar. En su defecto, hemos inventado unos modos alejados de todo eso y así, ciegos por la consecución de unos objetivos que nos marca la tradición o el propio capitalismo, nos movemos por Ella como caballos de Atila. Hemos ideado un ritmo rápido de obtención de hitos vitales, de consumo de recursos y hasta de personas que nada tiene que ver con la tranquila cadencia de los procesos naturales, como el tiempo que se toma una flor para abrir o el ocaso en agotar sus últimos rayos de sol.
Cuando me despierto así de antisistema tengo la certeza de que despojarnos de todo exceso material nos sincronizaría con el mundo y nos acercaría a nuestra esencia, a la Verdad. Aprendiendo de los animales, legítimamente sincronizados, ¿cuáles serían nuestras necesidades reales? Techo y comida. Y cuando no estemos comiendo ni durmiendo, contemplación, juego, espera confiada, alguna actividad reposada como quitarle piojos a algún compañero... Cualquier otro quehacer alimenta el mundo de corchopán que nos hemos sacado de la manga. Creo incluso, cuando me siento así de revolucionaria, que desde el preciso momento en que el hombre empezó a gestar este parque temático surgió la ciencia y la filosofía pues, en última instancia, el saber está destinado a conocer la esencia del hombre. No necesitaríamos estudiarlo si precisamente viviéramos según nuestra esencia.
Cuando se me activa el anticapitalismo radical dudo del modelo generalizado de familia y supone para mí un exceso traer más consumidores vidas a este mundo. ¿No será un acto egoísta por mi parte el no querer renunciar a experimentar el amor hacia un hijo? Estoy convencida que no habrá amor igual pero ¿se nos pasa por la cabeza el precio que ha de pagar el ser humano que llega sólo porque yo no quiera prescindir de convertirme en madre? Cuando estoy así de anticapitalista, el mayor acto de amor que se me ocurre ofrecer al mundo es el de renunciar a reproducirme y soy consciente que pronunciar tal improperio también conlleva una no pequeña dosis de egocentrismo, maldita sea otra vez la incongruencia.
Pero adoro a los niños, es casi lo único que salvaría del mundo cuando lo observo desde mi radicalizada perspectiva. Me mata su inocencia, sus ojos grandes cuando me preguntan curiosos. Me encanta hacerles reír, sorprenderles, enseñarles… pero tampoco creo que una mujer se haga completa cuando pare a otro ser. Y nadie nos arenga a hacerlo, sólo faltaría, pero de una forma velada el fantasma de la anomalía se cierne sobre nosotras cuando a cierta edad no te has reproducido. A cierta edad tienes que tener una buena explicación bajo la manga para justificar que no tienes hijos y no digas que te da pereza o que no consideras que a este mundo le hagan falta más consumidores sino quieres sentirte como una paria. El hijo como hito a obtener es lo que me rebela. El hijo porque es lo que toca. ¿Tan aburridos estamos? Y después ese hijo, que no tendrá más remedio que recorrer el trillado camino de la educación-producción cuya cualidad dependerá de lo que al sistema en ese momento le convenga engendrar: ¿obreros?, pues venga una remesa de obreros iletrados. Pobre hijo, sólo libre en el mejor de los casos durante dos o tres años pues después tendrá que prepararse para competir. Y pidámosle paz luego a mi generación o a las futuras cuando desde el colegio hemos competido por ser los mejores. Oh, Dios mío, cuando me levanto antisistema me reafirmo en que el mejor favor que podemos hacerle al mundo es quedarnos en barbecho.
Cada vez más creo que nuestras enfermedades emocionales y físicas se deben a no digerir que nuestras vidas no se parezcan al modelo establecido (tomado por verdadero) y así, cuántos dramas surgen cuando, por ejemplo, nuestra pareja nos deja. En ese sufrimiento ¿qué porcentaje es desamor y qué porcentaje pérdida de estatus? ¿Qué porcentaje del dolor se debe al egoísmo por no saber qué hacer o por tener que abandonar un tipo de vida al que nos habíamos acomodado?
Pero no todo es queja cuando enarbolo la bandera anticapitalista. Cuando dejo de observarnos como a una masa, aparte de los niños, aparecen mil rayos de esperanza en la cercanía, en el tú a tú, en la vulnerabilidad del desnudarse en sentido literal y figurado delante de otra persona… ¿quién puede enmascararse ahí durante mucho tiempo? Entre las piezas de corchopán del mundo que hemos construido también existe el vacío: espacios donde late la potencialidad de otro tipo de convivencia y construcción de nuestro mundo. En esos silencios se encuentra el sentido mismo de lo verdadero, de lo esencial.
En mi estado de rebelión creo que la ideal sería la vida nómada. Ir ligeros de equipaje, despojarnos de necesidades superfluas e ir descubriendo el mundo a medida que nos descubrimos a nosotros mismos, ¿qué otra cosa puede haber más interesante? Quizá no encontraríamos muchas diferencias entre nosotros y la Tierra, estoy segura.
Pero no estoy a la altura de mis pensamientos y lo peor de despertarse antisistema es observarme y ser consciente de mis incoherencias. De no ser capaz con mis herramientas actuales de encaminarme a velocidad de crucero y sin titubeos hacia ese tipo de vida que proclamo, pues siempre encuentro argumentos para rebatir mis manifiestos. Hago amagos con los que me autoengaño pero de tanto entrenarme en el salto he olvidado para qué lo practico. Me quedo quieta pero un rato después dudo de si mi ausencia de movimientos claros se debe a una verdadera rebelión pacífica o a puro conformismo... Se llama miedo y por el miedo dejo que transcurran más y más días de incoherencia. Pero tampoco creo en el puñetazo fuerte sobre la mesa, más bien en la realización de pequeños actos coherentes. De momento, empezaré por seguir con mi viejo coche, aunque eso confronte incoherentemente con otros de mis radicalismos, los ecologistas, maldita sea.


domingo, 10 de julio de 2016

Cumpletodo feliz

Con éste, el blog cumple cien escritos.
Fue curioso el efecto-blog nada más abrirlo. Aquella tarde de sábado noté que de repente accionaba un contador que durante un tiempo me mantuvo más pendiente de cifras que de letras. Para mi sorpresa, la nueva criatura reclamaba escritos sin más criterio que el de ir sumando. Yo trataba de negociar con él la frecuencia, ¿dos veces en semana? ¿Tres? Me preguntaba ansiosa con qué lo alimentaría pues no me veía capaz para la ficción y tampoco quería que se convirtiera en un diario. Y si pasaba más de una semana sin publicar, casi podía sentir en mi nuca el aliento de sus hambrientas fauces. El bloguero era mucho más insistente que mi perezoso reloj biológico.
Esa sensación, sin embargo, duró pocas entradas, las justas para plantearme una cuestión: ¿por qué convertir este espacio en una nueva atadura? ¿No era ya suficiente cumplir con el horario laboral y el extraescolar? De igual forma, ¿por qué preocuparme de antemano por el contenido? Lo que escribiera se regiría por el criterio de lo que me fuera dando la gana. Por aquel entonces leí un artículo sobre escritura que hablaba de que la voz de cada cual era exclusiva y necesaria, ¿por qué no, simplemente, dejarla salir? Yo además estaba convencida de que la expresión creativa del individuo ya fuera para dibujar, cocinar o ingeniárselas con las reparaciones del hogar debía ponerse de manifiesto y era germen esencial para que el mundo (y el de cada uno) cambiara a mejor.
Pero no afrontaba yo el teclado con la actitud de una Juana de Arco, en su lugar la página en blanco se convertía en un espacio ilimitado para el divertimento y la expansión. Poder hacer lo que quisiera me volvía osada y un ¿por qué no? me abría la puerta cada vez que surgía alguna duda sobre si contar o no aquello que me rondaba por la cabeza. Empecé a no temer opiniones y a sentir que la expresión sincera (siendo sincera lo más fiel posible a mis ideas, sentimientos y emociones) era una de las llaves de mi libertad.
Esa Expresión Sincera se ha convertido en casi la única regente de este blog pero también es un poco tirana y como contrapartida no me permite ni un ápice de pose. Nada sale de mis teclas si sólo tiene como impulso mi empeño; se me rebela ante los encargos, ante las prisas, ante la necesidad inventada de terminar series inconclusas… Pero sus beneficios son tan grandes que todo se lo permito. Entretanto imagino a mis escritos no-natos como personajillos que balancean sus piernas en las sillas blancas de una sala de espera aguardando su turno para materializarse. Cuando llega, el escrito en ciernes se levanta de su silla, da vueltas por toda la sala y me suelta frases a cada momento, sobre todo si no estoy provista de bolígrafo y cuaderno; su urgencia me empuja hacia el teclado hasta en las horas más intempestivas. Muchas veces he pensado que no dependen de mí sino que me utilizan para mostrarse.
Dejando a un lado las imágenes que acompañan el proceso de mi escritura, insisto en la importancia de la expresión propia independientemente del formato. Tratar de materializar con sinceridad lo que uno piensa o siente crea una alianza con uno mismo cada vez más difícil de mancillar. Así el proceso creativo deviene en curativo, estoy convencida.
Otro aspecto que ha sido clave en el desarrollo de este blog (y esto podría empezar a parecerse a un recetario antisistema) es el dedicarle tiempo con alevosía a una actividad que en términos económicos y prácticos no sirve para nada. Saber que no me reporta nada de lo que se supone que habría de perseguir excita mis neuronas y mi rebeldía, pero lejos de empujarme hacia guerras internas o externas, me guía mansamente y sin remedio hacia un rincón muy personal que había descuidado durante mucho tiempo. Cada post me sirve para descubrirlo, sacarle brillo y cuidarlo un poco más.
No es del todo cierto lo que comentaba unos párrafos más arriba acerca de no mirar mucho los números del blog pues hace unos cuantos escritos me di cuenta que se aproximaban a la centena. Pedí permiso a Expresión Sincera para escribir sobre todo esto y ella, aunque a regañadientes, empezó a salpicar mi mente con algunas ideas, cosa que interpreté como un . Aún así, la aproximación a las tres cifras era lenta y poco a poco el calendario nos acercaba a una fecha señalada. ¿No sería bonito hacerlas coincidir? Me armé de valor y volví a dirigirme a mi sincera expresión:
- Hola, Expresión Sincera, soy yo.
- ¿Qué quieres?
- Pues nada..., ¿has visto qué fecha es?
- Sí, Julio, ya estamos otra vez con el chupinazo y los sanfermines en la tele.
- Sí, je-je-je. Pero también está mi cumpleaños.
- Ya.
- ¿Qué te parece que el escrito número cien y mi cumpleaños coincidieran?
- Pues me parece una soberana gilipollez tontería y además, ¿no te ibas por ahí?
- Sí, pero te olvidas de la magia de la programación de Blogger. Y... ¿podría publicarlo a las 10:07?
- ¿…?
- Claro. El día diez de Julio a las diez y siete.
- Madre mía… ¿y eres tú la que en los últimos tiempos se ve más madura?
- Porfi…
- Anda venga, pero luego no te vayas a reír de los selfies ni de los palos de selfie, que tú tienes las mismas ganas de exposición y autobombo que cualquiera…

Olvidaba que aparte de la creciente libertad y de ir encontrando mi propia voz, este blog también había servido para tener más de una bronca con los muchos personajes que me habitan. Pero no me arrepiento: definitivamente los días en que escribo son un poquito mejores que los que no.
Así que, con la venia de mi Expresión Sincera y con orgullo y mucha satisfacción alegría por mi parte, me congratula publicar este post número cien el día de mi cumpleaños.
Al poco de empezar el blog. A punto de tomar una de estas fotos

- Oye Laura, ya metidas en faenas conmemorativas, creo que te falta algo.
- Supongo que te refieres a los lectores. A la sorpresa de que haya gente que lee lo tuyo, al calorcillo de los comentarios (más bien por facebook), a ese cariño gratuito… Sí, muchas gracias a todos lo que pasáis por este espacio. Es un regalo con el que no había contado. Y tú, ¿algo que añadir?
- No querrás que te felicite, ¿no?… Que sabes que en última instancia eres tú la que escribe y esto puede convertirse en el culmen del masajeo del ego… Bueno, vale, pero ya no me pidas nada hasta el escrito quinientos por lo menos, ¿entendido? Así pues, en contra de mis discretos principios y sin que sirva de precedente, para ti y para el blog:

¡FELIZ CUMPLETODO!
  


jueves, 30 de junio de 2016

Vivir (y III)

El más elevado de mis pensamientos no deja de parecerse a un águila que de repente entra en el campo de visión, sugiere algo inmenso y emocionante al que la contempla, pero nunca se acerca realmente, vuela en círculo a lo lejos, haciéndose al rato su figura más tenue, hasta perderse finalmente tras un acantilado o una nube”. Henry David Thoreau.

Escena 1

-Qué bien-. Inés sigue entonando su mantra mientras se incorpora a la mesa donde el resto desayunamos. Desde ayer un no me quiero ir perturba de vez en cuando su canturreo. El silencio y el suave tintineo de las campanitas colocadas en cada rincón de la casa se rompen cuando, serena, nos susurra qué bonita es la vida.
A su lado Felipe levanta la mirada del cuenco de cereales, se gira hacia ella y asiente. La vida es hermosa. A mí me encanta vivir… Con este principio inédito, iniciamos una conversación en la que Felipe cuenta que vivió varios meses en un monasterio budista y que los monjes meditaban cada mañana para desarrollar la conciencia de que cualquier día podía ser el día de su muerte. Decían los monjes que el sentido de la vida no consiste en conseguir grandes objetivos sino en poner amor y dedicación en las pequeñas obras que desempeñamos en cada momento. De esta forma si en medio de cualquier actividad llegara la muerte, el alma regresaría en paz al lugar de donde había venido y le sería más cómoda la siguiente encarnación.
Sea verdad o no, qué hermosa forma de tomarse la vida: poner el mismo énfasis en fregar los platos que en exponer la tesis doctoral.
En medio de los dos, qué puedo aportar. Les escucho en silencio, agradecida por asistir a este cruce de verdades tan difíciles de encontrar; por recordarme que la alegría de vivir es pequeña y que por eso mismo cabe en cada resquicio de nuestro tiempo.

Escena 2

Con los pies metidos en aguas escandalosamente azules observo mi sombra ondulante proyectada en el fondo. La mezcla de la brisa con el vaivén de las olas es el antídoto perfecto para barrer pensamientos que acuden cada día a mi mente como si tuvieran que fichar.
Sin motivo aparente me asalta el recuerdo de una pequeña fábula que leí hace tiempo. Contaba que Dios, en ausencia de espejo, se dividió en millones de pedazos para poder entrar en el cuerpo de los hombres a contemplar su creación y, por ende, a sí mismo. La moraleja de aquella historia era que Dios habitaba dentro de cada uno de nosotros y ahí habría que buscarlo.
Dejando a un lado mis creencias o mi propio concepto de Dios, me maravilla la idea de que nuestro único objetivo en la vida fuera observar y recabar experiencias. Ser un pequeño almacén de vivencias que a la hora de descarnar expulsara al cosmos todo lo aprendido. ¿Cuál sería mi legado para el universo? ¿Qué puntos incluiría en mi informe final? Estimado Todo: en mi etapa dentro del mundo material he observado que eres el amor, la belleza, el deseo; eres la inquietud, la bondad, la frustración; eres desternillante, también oscuro y retorcido; eres la paz, la tristeza. Eres el silencio.
¿No sería un alivio vivir con la certeza de que sólo hay que experimentar lo bueno y lo malo con ojos de científico? Dejar que las emociones nos atraviesen sin resistencia, ¿dónde quedarían en ese caso el sufrimiento o el miedo?
Las respuestas a mis silenciosas preguntas se muestran insinuantes pero son tan escurridizas como mi sombra, que ondula en el fondo de estas aguas turquesas. Por si acaso, yo concentro toda mi atención en la temperatura del agua, en la humedad del bikini, en el calor del sol.

Escena 3

Mi promoción, como íntimamente les llamaba, ya se ha marchado y tengo toda la tarde para mí. No sé ni me importa demasiado dónde iré pero siento que quiero moverme. En el mapa de la isla, un camino que no conozco me tienta. Después decidiré si continúo pedaleando o descanso en alguna playa.
La bici alquilada se parece tanto a la mía que apenas me ha costado acoplarme a ella. Avanzo despacio, confirmando de vez en cuando que el sendero que he escogido es la versión tridimensional del que está pintado en el plano. A mitad del trayecto caigo en la cuenta de que ya había pasado por aquí dos años atrás.
Llego a la playa y el viento sopla muy fuerte así que avanzo un poco más hasta otra cala más recogida. A pesar de su fama, no es mi favorita. Está llena de turistas y tiene mucha roca pero me siento tan privilegiada por estar aquí que me tumbo en la arena a descansar satisfecha como si hubiese arribado a Ítaca.
Me doy un baño y me seco contemplando desde la arena el faro que gobierna el otro lado de la isla. A unos pocos metros un bebé me observa sonriente desde su carrito… Me hace gracia pensar que si hoy mi objetivo hubiera sido encontrar grandes aventuras esta tarde sería un fracaso, pero yo sólo quería moverme así que no me he perdido, ni he perdido, nada.
A la vuelta me deslizo sin esfuerzo por el mismo camino. Todo está seco y polvoriento, la lluvia es esquiva con la isla. Atravieso escenas cotidianas: dos obreros reparan un murete, en un pequeño bar unos niños están celebrando una fiesta de cumpleaños… el bullicio del turismo queda unos kilómetros más allá. De repente una certeza me sobrepasa, la vida es esto: es transcurrir, moverse sin objetivos... La comprensión plena de lo tantas veces leído y recitado circula por delante de mis ruedas sin dejarse atrapar pero su estela me va haciendo cosquillas en el corazón mientras me digo: qué bonita es la vida.