lunes, 20 de julio de 2015

Esa sensación a verano

Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
Seguro que sí y mucho más si dejas que las imágenes de lo que para ti es el verano se coloquen en la primera fila de tus recuerdos.
En los míos, podría decirte que esa sensación que quiero describir nació en las noches de verano de mi niñez. En la tregua que en los días de calor seco y siestas eternas, el sol nos otorga a los que habitamos en el interior. Surgió a mi lado, sentada conmigo en la acera aún caliente, quemándome las piernas por debajo de mi falda azul; mirando las estrellas bajo el run-run de la conversación de las vecinas del corrillo; en el sonido de los saltamontes al chocar contra las paredes donde las farolas nos daban luz y mosquitos: qué miedo me daban… En esas horas tardías que, por aquel entonces y sólo porque era verano, mis padres me dejaban estrenar.
Ahora sí que sabes de lo que te hablo aunque quizá tú lo asocies con una playa o un río, o con las risas de tu pandilla, o con las fiestas del pueblo, o con algún amor de verano… con cosas así. Y también sabrás que esa sensación te asalta de forma súbita en otros momentos de otros veranos aunque no estés en la playa o ya no te quemes las piernas por debajo de ninguna falda; de repente la notas, con su toque de inocencia, de frescura, de parsimonia, de no hacer, de disfrutar porque sí…
La otra noche me pasó y ni siquiera estaba en la calle respirando el único aire fresco de todo el día. Estaba dentro de una tetería en una ciudad sin alardes: la mía. Habíamos llegado sin saber muy bien qué íbamos a ver, sólo que Mariana, nuestra amiga, recitaba poemas entre las canciones de Luis, amigo suyo. Un concierto interrumpido, según ella. En el local había muy poca gente pero me doy cuenta que a la mayoría los conozco. Este tipo de detalles son los que, de un tiempo a esta parte, me van susurrando despacito que soy de aquí, a mí que, sin haber salido de la provincia, no me identifico con ninguno de los lugares en los que duermo.

Comenzó el concierto y la voz argentina de Mariana se columpiaba entre las notas de la guitarra de la que Fabián, amigo de Luis, arrancaba suavemente estándares de jazz. Sin darme cuenta fui recostándome en la silla; al cabo de un rato descubrí que sonreía mientras escuchaba… Entonces, en medio de esa parsimonia, la reconocí: era esa sensación, otra vez, asaltándome en esa noche de verano.
Los poemas de Mariana, el jazz de Fabián, la voz ondulante de Luis saltando entre graves y agudos, yendo y viniendo como olas del mar, trayendo a mi orilla los recuerdos de los que antes te hablaba: el camión de mi vecino aparcado en la puerta, los juegos de los niños del barrio hasta altas horas de la noche; el golpeteo de los saltamontes en las paredes, el sonido de los grillos, el tomate con sal que alguna de mis vecinas cenaba en el corrillo. .. Silvia, sentada a mi lado, me saca de mi pasado y me cuenta que se siente la protagonista de un anuncio de KAS* de los noventa, ¿te acuerdas?, me pregunta. Sí, parece que a ella también le envuelve esa sensación a la que no puedo ponerle nombre.
Terminaron el concierto, los poemas y los estándares de jazz pero seguía oliendo a verano y no nos entraban ganas de volver a casa por más que apremiara el madrugón que nos esperaba en unas pocas horas. Pedimos otra ronda a ritmo de rumba y ya no estábamos en la tetería sino en la verbena de las fiestas de mi pueblo. Así no había manera de despegarse el verano de la piel…
Pero la alarma de la responsabilidad nos empujó a regañadientes a casa, recordándonos que el sueño de esa noche no pasaría de una siesta larga.
El camino de vuelta lo hice acompañada de los artistas, que pararon a tomar la última en un local cerca de mi casa. Yo seguí mi camino aún envuelta en esa sensación a verano a pesar de no ser ya esa niña que se asustaba con los saltamontes o que el mar rompiera a muchos kilómetros de la calle por la que caminaba, y es que debe haber algo de imperecedero en esa sensación que me contenía, algo así como la certeza de nuevos comienzos…
En fin, sigo sin poder definirlo pero ya da igual porque sé que sabes de lo que hablo. Y además, en este caso, las palabras son lo de menos: me quedo con la frescura indescriptible que la otra noche me trajo esta ciudad sin alardes que cada vez es más mía. En esta misma ciudad que, dándole a Silvia la razón, me sentí por un rato la protagonista de un anuncio de KAS de los noventa.

* Ya me gustaría que esta entrada estuviese patrocinada, pero no.
** Foto y vídeo, de Cristina.

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