martes, 23 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Tres

Segunda noche consecutiva durmiendo como una lirona. Definitivamente podría dormir en cualquier lugar. Ni miedos, ni reparos, ni extrañezas de colchón.
Hago mi yoga diario, desayuno y recojo la casa. Me pongo la radio pero no se oye, no sé por qué, y pienso que ¿no querías Nada?, pues aquí tienes dos tazas. Tampoco me importa demasiado: tengo la aceptación cerca de su cota más alta. Estoy de un flexible que da grima.
Lavar platos aplicando la ingeniería del ahorro de recursos hace que la acción sea más lenta pero más consciente. Me hace ser más cuidadosa ante el hecho de que la más mínima gota se pierda para siempre por el desagüe y cada gesto se convierte practicamente en una meditación.
Una vez ordenado todo sin música ni nada, enciendo el ordenador, fiel compañero. Sylvain tenía a sus perros y yo tengo este artilugio y unas ganas terribles de escribir aunque sea tonterías, para poder disfrutar de este teclado tan rápido.

 Mobiliario del salón - área de descanso - escritorio

Quedo con mis amigas por el whatsapp para merendar. Este retiro empieza a ser un verdadero cach[…]deo. Por la noche, además, veré el fútbol con mi padre. En realidad voy a echar el rato con él; el fútbol en sí mismo ha perdido para mí toda la gracia desde hace mucho tiempo.
Tendría que salir a comprar algo de fruta así que me visto y maqueo un poco. Es difícil sin espejo pero las ventanas dan reflejo suficiente como para que la raya del ojo salga medio bien.
Compro la fruta y unas galletas. De camino a casa de mis padres veo a lo lejos a uno de sus (mis) vecinos. Me pregunto qué edad tendrá pues, aunque es muy mayor, lleva un ritmo extremadamente ágil. Llego a la puerta y mientras busco las llaves me abre desde dentro. Me saluda como siempre muy cordial y yo le pregunto que qué tal está. Me dice que bien y añade: -¿a que no sabes cuántos años cumpliré el seis de Diciembre?-. -No sé…, noventa-, le digo. -¡Sí!, ¿es que lo sabías?- Qué va-, le replico, y es verdad.
Nos despedimos y yo me quedo perpleja ante la eficacia de la ley metafísica de la atracción: pide y se te dará, dice más o menos. Un minuto antes me preguntaba por su edad. Medio minuto después me la dice él mismo. Lo agradezco, claro, pero me fastidia que la Magia de la Vida se me presente con aconteceres tan intrascendentes y que, sin embargo, no opere en cuestiones que tienen más interés para mí. Pero, quién soy yo para juzgar lo que la Magia de la Vida quiera mostrarme, reflexiono, sumisa ante la vasteza del Misterio.
Tras breve parada en casa paterna, vuelvo al piso y me dispongo a comerme el tabuleh. Al abrirlo observo que el moho se ha empezado a cebar con él. ¡Qué rapidez! Dudo un poco, le quito la capa más superficial pero me da cosica. El riesgo de sufrir diarrea en un lugar sin agua corriente me persuade lo suficiente como para saltarme a la torera uno de mis pilares al respecto de la comida: no tirar nada. Así que lo mando todo a la basura y me como la empanada que nos sobró anoche, un plátano que compré esta mañana y además, me doy al deleite del café con leche gourmet y medio paquete de galletas.
Friego los platos y me echo un rato a la siesta. Al despertarme escribo un poco y comparo mis escritos con los de Sylvain. Mis días sin sal en medio de un pueblo manchego están dando más páginas que los que pasó Sylvain en Siberia viéndoselas con el Baikal. Llámalo sacarle jugo a la vida, llámalo cansinismo.
Preparo la clase de yoga y, mientras lo hago, en el whatsapp se termina de concretar el plan para quedar con mis amigas. Por primera vez desde mi estancia en el piso empiezo a experimentar mi ya familiar sensación de desasosiego y ganas de rellenar los huecos. Una huída de esta soledad. Aquí estabas, emoción pendeja, pero como coincide con la práctica del yoga, quedan amortiguados a tiempo sus efectos.
Rato muy agradable con mis amigas. Momentos de humor muy absurdo y risa floja, como nos sigue gustando después de tantos años y aunque ya haya bebés en el grupo. La velada se alarga y sólo puedo ver con mi padre el momento en que el Barcelona recoge la copa de la Champions. No diré si me alegré o no para no ganarme o, acaso perder, el afecto de quien quiera leer este diario.
Vuelvo al piso y entro de nuevo como una ladrona con mi linterna. Me acuesto y leo un rato. Trato de dormir pero esta vez, la primera vez, no soy capaz de hacerlo. De repente los sonidos de la calle se han amplificado. Tengo calor y, si me desarropo, frío. Me llega el rumor de la conversación de mis vecinos pero a mi me parece que están hablando por megáfonos. Me entra hambre: malo, señal de que llevo demasiado tiempo tratando de dormir. Bajo la luz de la linterna, me tomo un vaso de leche con galletas sintiéndome muy absurda por estar aquí. Vuelvo a la cama. Nada. Me incorporo en el colchón y revivo con arrepentimiento una y otra vez el momento en que decidí comprarme este piso. Respiro, pero el estómago se me empieza a contraer. Sé que son las emociones. Habéis tardado en llegar pero, finalmente, estáis aquí.


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