lunes, 27 de abril de 2015

OM MANI PADME HUM



Imagino a los habitantes de Kathmandú haciendo girar con más devoción que nunca los cilindros de la estupa de Boudhanath en el tiempo que les quede libre tras haber ayudado a sus vecinos o tras dejarse ayudar por ellos.
A los monjes de Kopan levantándose antes del alba, más serios que de costumbre, para comenzar a entonar la retahíla de cada día mientras se balancean como tratando de empujar sus voces cavernosas a través de la garganta.
OM MANI PADME HUM
A los pequeños monjes del monasterio de Namobuddha mirando de reojo a sus mayores, imitando sus gestos. Hoy no sonríen ni se gastan bromas entre ellos. Hoy, mantener la disciplina es algo más fácil de hacer. Quizá hoy el tiempo para el rezo sea mayor que de costumbre.
OM MANI PADME HUM
Imagino millones de banderas de colores ondeando mantras a través de una atmósfera llena de polvo y del humo constante que viene de Pashupatinath.
OM MANI PADME HUM
En un día en que las tripas alzan la voz clamando por la ausencia de Dios, no paro de pensar que precisamente encomendarse a sus creencias es lo único que le quedará a tanta gente en Nepal.
De nada sirve humanizar los fenómenos naturales. Son desde antes que el hombre existiera. Es lo que al final modela o recorta nuestros paisajes, en este caso, creando montañas gigantescas. Pero a este nivel, en esta cota que habitamos, los biorritmos de la tierra pueden transformarse en desgracias humanas por eso hoy me acuerdo de Binay, de Maya y Cheeza, del señor Purna, de toda la familia Dahal, de Dipendra, de los dueños de las casas donde nos alojamos…
Me los imagino con gesto preocupado. Serios... Pero los imagino a todos a salvo en el querido, querido Nepal.


  

Primeras horas tras la noticia del terremoto en Nepal

Escrito unas horas después de enterarme del terremoto. Entonces las cifras hablaban de unos seiscientos muertos. Más tarde, ya sí, hubo más información. Y la información era cada vez más espeluznante.

Última foto que tomé de los techos de Kathmandú

Sé de sobra que mi mundo no es el mundo, por eso hago un gran esfuerzo delante de la tele intentando no pecar de ingenua ni de caer en la queja fácil ante la escasez de noticias del terremoto que hace unas horas ha ocurrido en Nepal. Mi mundo no es el mundo, mis prioridades no son LAS prioridades de nadie, continúo a modo de retahíla mental de la misma forma que si estuviese rezando el rosario.
Aun así me dan ganas de poner una reclamación como el que se queja en la seguridad social: para una vez que la necesito…¡¿en esto invierten mis impuestos?! En lugar del terremoto me topo en la pantalla con Alejandro Sanz aparentando que le importan mucho los concursantes de la Voz; con un programa en el que unas norteamericanas eligen vestido de novia; con dos periodistas haciendo que el fútbol parezca más importante de lo que es; con el famoseo que ya casi ni reconozco vendiendo la moto de una vida superfeliz… Paciencia, me digo tratando de apaciguar la vergüenza ajena, sólo quedan cinco minutos para las tres, seguro que el telediario abre con la noticia del terremoto…
Esta mañana me desperté muy temprano, eran algo más de las seis. Un fastidio esto de tener la hora cogida. O será que los yoguis no necesitamos muchas horas de sueño… los pensamientos tontos también madrugan. Dormito un poco más, leo un rato el libro que compré ayer, hago mi serie de yoga, me pongo a desayunar… En mi móvil nuevo recibo un mensaje: terremoto en Nepal. El grupo de whatsapp de los que allí fuimos también se sacude.
No se sabe casi nada. En la radio no dan muchos detalles. Mando dos mensajes: a Unishma y a Binay, con los que sigo en contacto. ¿Cómo estás? Me he enterado que ha habido un terremoto en Nepal.
La mañana pasa rara, plomiza como el cielo que amenaza lluvia. Ando torpe en mis decisiones acerca de cómo rellenarla hasta que a mediodía vaya a la ceremonia de la boda de unos amigos. Mis pensamientos habituales dudan entre si salir a escena o quedarse aletargados, dándose cuenta de su insignificancia. Me acompaña el mismo sentimiento obtuso que cuando estaba sentada delante del templo de Changu Narayan: inmóvil. Al final los quehaceres me entretienen hasta la hora en la que salgo en dirección a la iglesia.
A la vuelta ya sé más cosas. La información más veraz me la ofrecen las pocas pulgadas de la pantalla del teléfono. En el whatsapp están colgando enlaces a periódicos y Unishma ha respondido: su casa se ha derrumbado, las grietas de las que hace unas semanas me hablaba preocupada no han aguantado semejante embate. Ella y su familia se han salvado de milagro. Respiro: sólo falta saber algo de Binay.
Por eso ahora aquí, delante de una sopa humeante, sigo aguardando a que lleguen las tres. Mi mundo no es EL mundo, insisto mientras trato de engullir junto con cada cucharada la sarta de gilipolleces que, en mi mundo, emite la televisión. Empieza el telediario. Hace poco hablaba con nosequién sobre los informativos, argumentando con muy poca pasión, en este tipo de conversaciones perezosas cuya pretensión probablemente sólo sea la de rellenar el hueco temporal, que cómo nos manipulan los telediarios, que incluso los de los fines de semana son peores todavía, y eso que se supone que los ve más gente porque también se supone que paramos más en casa. Me viene esa conversación a la cabeza porque efectivamente, la noticia del terremoto no es la primera, al menos en el telediario que he escogido. ¿Será porque son pobres? Me pregunto sin pagar el copyright de la cuestión. No, calla Laura, tu mundo no es el mundo del que decide la escaleta. Para él es bastante más importante la noticia de esta mujer a la que han liberado de las garras de la todopoderosa justicia norteamericana, un pequeño país como el nuestro debe presumir de eso: ¡Toma pedrada a Goliat!… y un poquito más de paciencia, hombre. Estará en las noticias internacionales. Aún me trago con otra cucharada una noticia más hasta que por fin sale la del terremoto. Un minuto aproximadamente, con imágenes de los primeros rescates. Bueno, quizá no haya dado tiempo para que sobrevuelen helicópteros mostrándonos la zona como cuando hay inundaciones o incendios en occidente. Será eso. Enlazan la noticia con el derrumbamiento de un edificio en el Cairo… cómo les gusta engarzar las noticias tratando de buscar en ellas el hilo conductor del relato con el que nos cuentan lo que pasa ahí afuera. Después sigue la cosa con algo muy importante que ha sucedido en la política, pero ya ha sido suficiente para mi mundo y no me quiero cabrear más, que luego la que vive en mi mundo soy yo. ¿Y qué querías Laura? ¿Qué más noticias querías? Pues no sé, ¿algo relacionado con que si las ONG’s ya se están movilizando, por ejemplo? ¿Algún llamamiento a la colaboración? ¿Algo que nos haga recordar que somos humanos?
En la pequeña pantalla de mi móvil las noticias bullen aunque sólo sirvan para mantenernos unidos en la preocupación, recordándonos, precisamente, ese sentimiento tan cateto y poco útil de humanidad. No sabemos nada de Binay, nuestro encantador porteador veinteañero. El que parecía un fotógrafo newyorkino. El que no perdía ápice de elegancia mientras nosotros sudábamos la gota gorda en las subidas. El messenger dice que hace más de quince horas que se conectó la última vez. Paciencia, las conexiones andarán fatal.
Como consuelo, enciendo el ordenador sintiéndome obligada vete tú a saber por qué y vuelvo a abrir el documento en Word en el que guardo los relatos sobre Nepal: los ya publicados en sus diversas versiones antes del parto final; los que quedaron como abortos; las historias que sentí obsoletas cuando el cuerpo me empezaba a pedir escribir de otras cosas... Quiero mantener la temática del archivo y enlazar ahí esta nueva composición de palabras sin saber aún si la colocaré en el blog. Un gesto de pulcritud y orden en contraposición con el caos que ahora debe haber por las tierras que pisé hace cuatro meses ya.
Y me percato así de que yo también engarzo mis escritos tratando de encontrar un hilo conductor que le de un sentido al sinsentido de los acontecimientos que ocurren en mi mundo. No soy pues, muy diferente al que coloca las noticias en la escaleta.




sábado, 18 de abril de 2015

Lo que los caballos me susurraron al oído

El que de niña me gustaran los caballos como lo hacían, sin razón aparente y sin haber tenido contacto con ellos, sólo me lo explico si considero que por debajo de la línea del tiempo en la que vivimos existiera otra más compleja en la que todas las Lauras posibles, las pasadas, las presentes y las futuras convivieran simultáneamente en infinitos multiversos paralelos, como ocurre en la película Interestellar.
Aplicando los principios de esta película a mi propia experiencia, la Laura actual estaría comunicándose con la Laura de cinco o seis años contándole todo lo que aprendió hace unos días de los caballos. A su vez, fruto de esta comunicación aconsciente e interdimensional, la Laura de cinco o seis años desarrollaría entre otras cosas una simpatía y una empatía tal por estos animales que le haría imposible, casi como si de una profanación se tratara, el montar en los caballitos-pony de la feria debido quizá a que también la Laura de la actualidad le habría inculcado que los caballos no necesitan ser domesticados por el hombre y que ellos lo único que quieren es vivir en paz, comer, regurgitar, rumiar, orientarse hacia los lugares que les resultan más cómodos y en definitiva, ser y estar. Sin más pretensión.
Las Lauras que siguieron a aquella Laura de cinco o seis años conservaron esa afinidad por lo equino de una forma lo suficientemente intensa como para que la Laura de hace un mes se decidiera a pasar unos días en el campo, tras semanas de atosigante trabajo dentro y fuera del plano laboral, en compañía de caballos y de gente querida para tratar así de darle cuerpo y entidad a aquella simpatía infantil por estos animales, cerrando y dejando atrás con ello un ciclo de comunicación inter-Lauras que, a su vez, continúa girando de forma infinita hasta el fin de los días en alguna dimensión paralela de la cual espero salir pronto.
La rimbombancia de los párrafos que acabas de leer solo puede explicarse si nos atenemos a que gran parte de citoplasma de mis neuronas está plagado de corpúsculos de lo absurdo y a que no sé sintetizar ni simplificar cuando abordo ciertos asuntos muy personales y profundos. Pido disculpas por la petulancia y me dirijo a lo concreto.
Uno de los recuerdos más agradables y vívidos de ésta, mi reciente experiencia con caballos, está fundido en blanco: el blanco del pelo de una de las yeguas a la que observé tan de cerca que mis ojos parecían condenados a no fijarse más allá de su cuello. La teoría que nos fueron explicando acerca del comportamiento de estos animales se volvía insignificante ante la presencia de ese cuerpo tan enorme y pacífico: son animales de presa… defienden su espacio vital…viven en el presente pues deben estar alerta… en estado salvaje se mueven en manada y siguiendo al que más sabe…Y todo eso es verdad pero no deja de quedarse corto al lado de la presencia neutra del animal, que se prestaba tranquilo a cepillados, caricias y silencio.

Parte de la manada*
(y yo sigo sin saber cómo se ponen comentarios en las fotografías)

Fuimos a experimentar que los caballos nos sirven como espejos para observar la forma en que nos relacionamos. Parece rebuscado pero no lo es. Alguna vez ya he escrito por aquí que cuando uno está por aprender o buscar algo lo encuentra en casi cualquier cosa que observe: los posos del café, por ejemplo. Pero frente a los posos del café, el reflejo del caballo presenta el salto cualitativo que ofrece su cuerpo vivo perfectamente sustentado por el presente. Es como estar delante de ti mismo pero en tu versión más pura y sincera. Frente a ese espejo, tus pensamientos rebotan intactos hacia ti para que los escuches por una vía diferente a la que sueles hacerlo y así, el caballo se convierte en un maestro compasivo y paciente. Es la única forma en que puedo explicármelo, ahora que tras varios días a mi mente le ha dado tiempo a generar las palabras que pueden aproximarse a describir la experiencia. Mientras todo sucedía, sin embargo, me quedé muda. Algo más fuerte que yo sabía que cualquier cosa dicha solo serviría para mancillar el momento.
El espejo funciona. Ya sólo con aproximarte a la manada es posible que algún pensamiento jactancioso del tipo lo van a flipar estos caballos en cuanto llegue yo y sientan mi presencia comience a darte pistas de la basurilla que escondes debajo de tus alfombras. En la respuesta del caballo puedes experimentar algo que ya sabías como concepto: que no eres el centro del universo, con lo que sólo si quieres tener contacto, y siempre que ellos te permitan acceder a su espacio vital, serás tú el que humildemente tendrás que acercarte y aceptar el rechazo si es que este se produce. Aprenderás entonces, volviendo a sacarte del centro de la creación, que el que el animal se vaya significa que: el animal se va, sin más, quizá porque estará mejor a un metro de distancia de donde ahora se encuentra, por ejemplo. Y eso no tiene que ver contigo, de verdad.
Dejando a un lado los ejemplos personales expresados a modo de generalidad, los caballos me han demostrado cosas que ya conocía: del respeto por su espacio vital, me reafirmo en que es mejor no ser invasiva y darme cuenta de cuando lo estoy siendo, pero también en que es importante que me respete cada vez que quiera o no quiera hacer algo: expresarlo en el momento. De su forma de vivir en manada verifico el hermanamiento y otra vez el respeto, en este caso, por el que más sabe y dejarse llevar por él; de su estado de alerta, el estar presente…
Pero, como ellos, y quizá porque soy caballo según el horóscopo chino, también soy rumiante y el verdadero alimento de aquellos días ha venido después, tras haber regurgitado algo que observé en el comportamiento de uno de los caballos. Un gesto en principio inocuo. Habíamos dejado de lado los mimos y el cepillado y nos fuimos al paddock para caminar con él. Enganchados en una cuerda, teníamos que guiarlo y darnos un garbeo los dos juntos. Así nos entrenábamos en el concepto de liderazgo. Al principio no estaba muy interesada en la actividad, aún narcotizada por el sobo que le había dado a la yegua, pero un compañero me animó y, primero a desgana, accedí. Parecía fácil, sólo tenía que dirigirme sin dudar a un lugar, al que sea. El caballo, confiado, me seguiría puesto que me considera el líder; sólo hacía falta que yo le diera unos toquecitos a la cuerda que nos unía. Al principio, bien. Paseo hacia el otro lado del paddock. El caballo para cuando yo lo hago. Fácil. Toca dar la vuelta, me pongo frente a él, le doy los toquecitos y el caballo se queda inmóvil. Tiro un poco más fuerte y nada. Me doy cuenta que lo quiero forzar a mi voluntad y desisto. Entonces caigo en la cuenta de que no he marcado ningún rumbo, que sólo estoy frente a él queriendo que se venga conmigo, pero a ningún lugar en concreto. Vuelvo a centrarme, me pongo a su lado, miro al frente, otra vez le doy un suave toque a la cuerda y allí estamos los dos otra vez, caminando uno al lado del otro. Sin ninguna resistencia.

De nuevo iniciando el camino juntos*
Ahora que lo escribo, sin pretenderlo de antemano, me sale una nueva conclusión aplicable a la vida en pareja o a actitudes perniciosas que pueden aparecer cuando uno se enamora o se fija en alguien (ponle el nombre que quieras), con ganas de atrapar al otro sólo por… ¿orgullo? Cómo son los caballos, reflejando a tope aunque una no quiera.
En realidad lo que he estado rumiando estos días ha sido otra cosa y tiene que ver con la dirección, con el rumbo. En efecto, cuando consulté lo que me había pasado con el caballo, la respuesta fue que si él no tiene claro adónde quieres ir, mejor se queda quieto. Muy bien. Una vez en casa, entre otras imágenes, se me repite una y otra vez la de ese caballo quieto, mirándome y yo empeñada en traerlo hacia mí. El rumbo, mi rumbo… Y por primera vez veo que llevo muchos años orientando mi rumbo hacia objetivos de humo y que cuando he clamado por un sentido cuando me he sentido falta de él, en realidad todo mi ser me reclamaba para que sintiera en suelo bajo mis zapatos. Mis ojos se abren entonces atónitos al admitir que en muchos aspectos me he dedicado a alimentar fantasías que me han sacado del presente. Que, fruto de eso, he vivido más intensamente dentro que fuera de mi imaginación. Que he mirado muchas veces con desdén mi realidad y por tanto a quien en ella habitara, dándole más peso a esa otra vida que estaba por aparecer y que era tan cambiante como el interés que en cada momento tuviera. Un rumbo cambiante y efímero, eso es lo que me ha tenido revoloteando como una moscarda aturdida al final del invierno.
No trata, pues, tu compañero Anhelo de encontrar un rumbo, lo que seguiría suponiendo una huída hacia delante, me sigue diciendo mi maestro caballo desde su calma, sino de encontrarlo mirando a los ojos a lo que te acompaña; agradeciendo aquello a lo que te dedicas; sentir cómo crujen las hojas que pisas; amar a quien te rodea. Enraizarte en tu propia realidad y darle la solidez que tú misma le has quitado. Sentir que no hay que llegar a ningún lado. Era fácil pero cuántos niveles de comprensión hay en un mismo concepto. Esto mismo hoy lo saboreo con otro gusto.
Ese caballo inmóvil me sigue diciendo que sólo se puede saltar si el impulso lo tomas sobre un suelo firme por eso ahora aprendo a cuidar con mimo mis espacios, abrillantando las veces en que los consideré simples lugares de transición. Me dan ganas, entonces, de pedir perdón por las veces que me he ensimismado mientras hablaba contigo, contigo y también contigo; por las veces en que me he quejado por nada; por haberle dejado sitio a la frustración en el banco desde donde me siento de vez en cuando a contemplar la vida.
No es un lamento, todo esto que hoy cuento, en realidad estoy muy contenta. Es bueno el jugo que saqué de la experiencia y es que no todos los buenos jugos tienen que ser dulces.
Ya es hora de ir terminando mi escrito. Además es que siento que tengo que hacer un viaje. Desplazarme a otra dimensión y decirle a la Laura de cinco o seis años que no le pierda nunca el rastro a los caballos, que son seres hermosos, que son maestros. Es la única pista que de momento puedo decirle a esta pequeña Laura que está empezando a pensar, vete tú a saber por qué, que la fantasía es mucho más hermosa que la realidad.


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No me hacen falta los caballos para saber cuándo soy harto cansina por eso termino con esta canción de El Kanka, porque se os nota en la cara que estáis deseando que acabe para... para hincharos de... aplaudiiiir.


* Esta entrada ha sido editada porque después de publicar, me mandaron estas fotos.

miércoles, 1 de abril de 2015

Diego (o devaneos con el presente en un rato cualquiera)

No lo tenía previsto pero al final me ha convenido quedarme a trabajar esta tarde para completar el horario semanal. Eso trastoca un poco el plan inicial de irme a casa a comer y dedicarme a mis cosas el resto de la tarde. No me importa mucho: el día está para no desperdiciarlo así que comeré en el parque que hay detrás de mi trabajo.
No sé si se debe al mediodía o que precisamente coincide con que mucha gente ya estará de vacaciones, pero se respira una calma nítida en el camino a pie hasta el bar del centro comercial donde voy a pedirme un bocadillo. Tal vez el que hayan cambiado la hora también hace que esta luz y este cielo no sean los que acostumbro a ver en la transición de mi jornada partida. Tiene este momento una dosis de extrañeza suficiente como para que los sentidos se alineen con el silencio que se esconde entre el ruido de los coches esporádicos y mis propios pasos.
Llego al centro comercial y a mi mente le da por inspirarse en dos extraños con los que me cruzo para volcarme una idea: mira esos cuerpos, nuestros cuerpos, son el habitáculo temporal de un trozo de la vida. Y de repente sus risas compartidas carecen de sentido y yo sólo veo materia amontonada y móvil por la gracia de esa chispa que es la nos lleva y nos trae, nos mueve y juega colocándonos ante situaciones más o menos difíciles. Un juego para ella, claro. Pequeños-grandes dramas para nosotros.
Me siento lúcida y en el trayecto que me queda hasta la barra del bar los artículos expuestos en las tiendas aledañas palpitan queriéndome decir algo muy grande. Me siento, maldita sea, casi a punto de fundirme con el todo. Pero no es momento para experimentar la vacuidad y si tengo que iluminarme quiero que sea en un lugar más íntimo.
Llego al bar y dudo un rato ante la oferta de bocatas. Al final, aun a riesgo de tener que beberme toda el agua que hay pendiente de analizar esta tarde, elijo anchoas con tomate. Para llevar, por favor.
La suerte de estar a la afueras es que hay despilfarro de espacio y todo es ancho. El parque al que me dirijo, también. Llego un poco acalorada y me siento en un banco. Enfrente hay unos árboles sin bautizar para mí, como casi todos salvo el olivo, la encina y el ciprés. Lo que sé de éstos es que ahora, en la primavera, huelen igual que dos muñecas que mis tíos de Madrid me regalaron de pequeña. En ésta época le salen una especie de pimientos de los de secar y colgar debajo de unos ramilletes de flores blancas. Así que así los denomino en mi interior: los árboles de los pimientos que huelen a mis muñecas. Me vale.

Si alguien sabe su nombre, que lo diga

El bocadillo va menguando entre mis manos y yo me recreo en este silencio. No tengo nada más que hacer y me maravillo con permitirlo, tan acostumbrada como estoy a que mis espacios estén completos. O yo a completarlos.
Al lado del parque hay una residencia de ancianos. Desde ahí se va acercando uno de ellos, un hombre, con su andador. Viene despacito. Sé que su trayectoria va a pasar muy cerca del banco en el que estoy… no me hace falta la física para inferirlo: estoy sola hasta donde veo del parque y suelo ser carne de cañón para interpretar el papel de interlocutora con la gente ajena de la tercera edad. Así es. Cuando me ve comiendo me dice: - Ahí, haciendo por la vida, ¿eh?- Me lo tiene que repetir tres veces porque el hombre no vocaliza muy bien y yo no sé qué me quiere decir. – Ah, claro-, miro el bocadillo. -Haciendo por la vida, sí-. Me río. Dice adiós con un gesto y se aleja.
Observo el habitáculo de su cuerpo aún poseída por la revelación de hace quince minutos. ¿Qué hacemos con el cuerpo que nos toca? Puede ser nuestra cruz o nuestro templo. Mira el de ese hombre: al final se le ha torcido la columna. Quizá sus esfínteres ya no retengan lo que hace unos años. Desde luego que somos responsables de hacer que la inevitable degeneración del cuerpo sea lo más digna posible. Sigo observando su espalda, que se aleja lentamente y la idea de la separación cuerpo-vida-o alma me ayuda para quitarle hierro a los sufrimientos que nos asignamos. Total, es temporal. Total, pertenecen a este tiempo efímero en que vamos a habitar este cuerpo. Están asociados a él, a las células que lo componen y como él, degeneran, se van pudriendo poco a poco. Y su hedor se propaga. Nos atormentan. Y luego, se esfuman.
Respiro y vuelvo la vista a los árboles de pimientos colgantes. Pienso engañosamente en el presente. Qué bien se está en el presente. ¿Estoy en el presente? Que va, ilusa. Desde el momento en que estás viendo la realidad que te rodea en forma de escrito, ya no estás en el presente. Y es que llevo todo este rato observando a través de las frases con que me gustaría describir este trozo de tiempo, ésa es la verdad. Y eso ya no es el presente. Escríbelo si quieres pero luego no aparentes lo que no es. A veces soy muy dura conmigo, sobre todo cuando me pongo un poco chulita.
Fin del bocadillo de anchoas. Echo el primero de muchos tragos de agua. Me quedaré un rato más aquí, aún me sobra tiempo antes del volver al trabajo. Experimento la temperatura perfecta, me adormece el canto de los pájaros; todos los tópicos de la primavera se concentran en este espacio y gracias a que no tengo alergia puedo disfrutarlos. Se lo tengo que agradecer a este cuerpo que me ha tocado, vaya que sí. O quizá a la gestión que llevo a cabo con él me vanaglorio, muy absurda.
El abuelo vuelve por mi derecha y ya sé las intenciones que trae. Sólo pido que no sea demasiado cansino. En efecto, se sienta conmigo en el banco. Espero a que comience con una perorata sobre su vida, pero no. Se queda callado a mi lado. Le saco un poco la conversación de qué buena tarde hace y otras generalidades de ascensor. Utilizo un tono que me exaspera a mi misma, como si le hablara a un niño. Después, frente a la máquina de café pienso que si llego a vieja y me encuentro lúcida, voy a escribir un manual cargado de ironía y mala baba que se llame “Cómo hablarle a un viejo” para cantarles las cuarenta a esos soberbios en la edad adulto-productiva que se creen los reyes del mambo.
Tras otro silencio un poco incómodo para mí a tenor de que no sé qué hacer con mis manos ni con mis piernas, le pregunto el nombre. – Diego-, me responde. - Anda, como un primo mío-, le replico aún con ese tonillo infantiloide. Su respuesta es una mirada callada directa a mis ojos. Se la mantengo un poco de tiempo, no sé por qué. Ahora es él el que pregunta y las suyas son más directas que mis frases hechas. Que qué hago aquí; que donde trabajo. Que si soy joven. – Bueno-, le confieso mi edad sin miramientos, -éso ya depende de quién lo vea-. - Ah, ya vas p´alante-, responde. Me río. - Pues sí-. - ¿Estás casada?- Sin paliativos. Me encanta la gente mayor. - No, no estoy casada-. Y le voy con otra generalidad: que eso ya no se lleva. - Pues claro-, me responde. - A ver para qué te quieres casar-… y farfulla algo más pero no le entiendo.
- Bueno, Diego, pues me tengo que ir, que el deber me llama-. Al levantarme noto que la bota me ha rozado un poco. Será el calor. - Adiós guapa. Mañana será otro día-. Esta obviedad me suena a invitación.
Conforme me separo sé con certeza que hoy me va a apetecer escribir sobre estos escasos cuarenta y cinco minutos. Ya completamente fuera del presente trato de imaginarme un final tipo chim-pun, como me suele gustar que terminen los post: una idea cierra y da sentido a todo lo anterior. Le daré más boato a la frase final de Diego; me haré un poco la mojigata como preguntándome si no me habrá pedido una cita a su modo.
Pero qué pereza me da hoy terminar así. Las historias, como los cuerpos, sólo empiezan y terminan para nosotros. El tiempo que las contiene y soporta, como la vida, son eternos. Sólo que nosotros aún no lo hemos terminado de comprender.