viernes, 28 de febrero de 2014

Pedro y Mefisto

- Mamá, ¿cómo conociste a papa? -. La pregunta me pilló desprevenida, más que nada porque no me había dado cuenta de que los niños estaban detrás de mí, quizá ya un poco hartos de tanta lluvia y peleas.
Con esos automatismos que tiene la mente, me vino a la cabeza una serie que se emitía más o menos por la época en que preguntaban, en la que el protagonista les explicaba a sus hijos invisibles cómo conoció a su madre. Y quizá en homenaje a esa serie que tanta coba le dio al encuentro, quizá porque yo también estaba aburrida de las pocas actividades que la lluvia permitía, ignoré la respuesta corta y, ¿por qué no?. - ¿Queréis un chocolate y os lo cuento?-,
- ¡¡Síííí!!-. Ante tal entusiasmo, fui trayendo al primer plano de mi mente aquellos recuerdos oxidados, al mismo ritmo con que añadía cucharadas de chocolate en polvo a la leche hirviendo.
- Bueno, chicos, sentaos que empiezo: ¿Os acordáis de Miguel?-,
- ¿Él os presentó?-, preguntaron ansiosos. - No, espera un momento… Conocí a Miguel hace mucho tiempo, cuando a los dos nos entró la fiebre del crecimiento personal y compartíamos lecturas y conversaciones tan pretenciosas que a veces pensábamos que habíamos resuelto el enigma del engranaje que hace que el mundo funcione -.
(Me había metido ya tanto en la historia que no me daba cuenta de si el lenguaje era demasiado literario para mis hijos).
- …Nos apuntábamos a todos los talleres, asistíamos a todas las charlas y, sin darnos cuenta, empezamos a pensar que caminábamos dos palmos por encima del suelo que pisaba el resto del vecindario.
Uno de aquellos días me dijo Miguel, “Bea, ¿has visto al chico nuevo que ha venido al centro de yoga?, es bastante majo y tiene tu edad, más o menos…”. “Pues no, no sé quien es”, dije mientras intentaba colocar la cara más neutra de las de mi repertorio -.
- ¿Era papá?, ¿era papá?...-, - Espeeera… Al día siguiente, cuando fui al centro de yoga, me encontré con él. Estaba en un segundo plano, apartado del resto y ya preparado para la clase, con ropa demasiado ancha para ese cuerpo tan delgado. Claro que en él, hasta unas mallas resultaban holgadas. Me presenté: “hola soy Bea”, “yo, Pedro”…-,
- ¡Pero mamá!, papá no se llama…-,
- Espeeera, hijo, no te impacientes…; aquel chico miraba de una manera muy especial, como si pudiera adivinar tus pensamientos.
Al terminar la clase, volví a encontrarme con esos ojos, a los que acompañaba una cara amable y absolutamente incompatible con la mentira. “¿Qué te ha parecido la clase?”, me dijo-.
-Jo mamá, vaya rollo. ¿Y cuando sale papá?-.
-Ya pronto…-, (me reía yo de la paciencia de los niños de la serie de televisión). -¿Sabéis que Pedro tenía un perro?-, -¿sííí?-, exclamaron, y es que pensé que como siguiera con interpretaciones personales, me quedaría sin público. -Bueno, mirad, una tarde pasó una cosa un poco extraña. Tras la clase, cuando terminé de cambiarme y salí del vestuario, encontré a una señora hablando con Pedro. Teníais que haber visto la cara de la señora. Me pareció hasta exagerado cómo se dirigía a él, cómo le abrazaba. Y él, tan tímido, recibía aquellas muestras con, lo que yo presuponía, un poco de incomodidad.
Cuando me acerqué a ellos, aquella mujer le preguntó algo así como que cuándo podrían volver a tener otra consulta o que cuándo podrían volver a quedar. “¿Tienes una consulta?”, le pregunté en nuestro ya habitual rato de conversación después de clase. “Bueno, no exactamente”, me respondió con un gesto que trataba de ocultar una sonrisa. No pude seguir preguntándole porque en ese momento apareció casi de la nada un perrazo pastor alemán que, mansamente, se colocó a su lado. “Hola Mefisto, ¡ya estás aquí!”. Yo aún conservaba una parte de recelo hacia los perros, residuo del inmenso pánico que tenía cuando era una niña, por eso me lo pensé un poco cuando aquella tarde Pedro me invitó a dar un paseo con ellos. “¿Con ellos?”, me repetí. “Trata al perro como un colega”. Y “¿Mefisto?, ¿pero qué nombre es ese?”.
Reconozco que la otra razón por la que me pensé lo del paseo es porque me daba un poco de vergüenza ir con ellos por la calle, porque que teníais que haber visto el aspecto de los dos: Mefisto parecía un perro vagabundo. No es que estuviera sucio, pero su pelo seguro que había vivido otros momentos más esplendorosos. Era raro porque tampoco parecía viejo: sus movimientos eran ágiles y tenía una expresión un poco burlona. Y Pedro, bueno… Pedro parecía que se ponía lo primero que encontraba en el armario, estuviera sucio o no, estuviera roto o no.
-Jo, mamá, ¡qué rollazo de historia!. Llevas ya mil horas y papá todavía no ha salido. Nos vamos a la calle, que ha salido el sol. Otro día nos lo terminas de contar…-.
Me vino bien que se fueran. Tenía que haber elegido la respuesta corta a su pregunta, porque lo siguiente sería confesar que me enganché a los paseos con Mefisto y Pedro. Siempre que nos encontrábamos tenía que superar la resistencia primera a que me vieran con ellos porque no era capaz de obviar las miradas de la gente cuando nos cruzaban, pero una vez superado este miedo, cualquier cosa podía suceder. Había ocasiones en las que si me alejaba un poco, podía verlos frente a frente, como si hablaran en un lenguaje que sólo ellos conocían. Incluso una de las veces que esto ocurrió, me pareció oír a Pedro preguntarle a Mefisto, “¿tú crees que eso servirá?”... tras aquella especie de conversación privada, no era raro que Pedro propusiera algún juego como tumbarnos en la hierba y tratar de sentir al mismo tiempo todos los estímulos: el césped fresco bajo el cuerpo solapado con el canto de los pájaros y la brisa de los atardeceres del verano… no sé si llegaba a hacerlo del todo bien, pero cuando terminaba me sentía vacía y capaz de ser receptáculo de todo a lo que antes me había negado. Era sentir algo así como… libertad.
Y es que eso era lo que ellos eran, libres.
Por eso, a medida que nuestros encuentros se sucedían, yo, que no lo era, me los quise apropiar y cambiarlos. Empecé a sentirlos como algo mío y mis reticencias por su aspecto, que no se iban, empezaron a apropiarse de mi lenguaje corporal.
Aunque no llegué a decirles nada yo también empecé a notar que las bromas de Pedro eran cada vez menos frecuentes cuando estaba conmigo y que Mefisto ya no corría contento a recibirme cuando me veía. Por eso mi sorpresa tuvo un atisbo de apariencia la tarde en que Pedro me dijo que pronto se irían de la ciudad.
“Deja que se vayan de tu vida”, me decía una voz mucho más sabia que yo. Y, a fuerza de que pasara el tiempo, el desgarro del orgullo dolía menos. Cuando ya ese desgarro fue prácticamente una caricia, pude comprender que Pedro y Mefisto me acercaron un poco más al descubrimiento de quién era yo y lo lejos que estaba todavía de ser la persona que hasta ese momento creía que era. Bajé a la Tierra, dejé de caminar dos palmos por encima del suelo y empecé a aceptarme, aceptando el lugar imperfecto que ocupaba en el mundo.
Toda esta historia era la que tenía preparada para mi amiga Cristina aquella tarde de café. Pero mira por donde vino acompañada de varios amigos de su trabajo. A uno de ellos, Mario, enseguida lo reconocí como ese tipo de personas que comparten contigo la misma parte imperfecta del mundo.

(Ejercicio del curso Escritura Creativa organizado por Un Cuarto Propio. Escribir una historia combinando dos personajes de los propuestos por los alumnos. Escrito en Marzo de 2013. Editado: hoy).

2 comentarios:

  1. alguna vez viste la serie "how I met your mother"? porque me hizo acordar a esa trama. Muy bueno Lau :)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Si!, ya sé que te gusta la serie. Los ratitos que la veo me ha gustado. Gracias Fede, por asomarte por aquí. Besos!

      Eliminar

Comenta algo si te apetece: